La mitad de los colombianos creen que la corrupción ha aumentado en los últimos doce meses. Este es uno de los datos que revela la décima edición del Barómetro Global de Corrupción para América Latina y el Caribe.
Año tras año, la fotografía es similar: una ciudadanía cansada del asalto a los recursos públicos, un ilegítimo aparato institucional incapaz de actuar y un liderazgo político desprestigiado.
Estos tres factores se combinan en los países de la región para generar un cóctel que amenaza los fundamentos de nuestra democracia.
En el caso de Colombia hay números que deberían despertar las mayores alertas dentro no sólo del Gobierno y los partidos políticos sino también de la dirigencia social y empresarial. Percepciones de la opinión pública que ya el país se acostumbró a sostener pero que van minando la confianza de los habitantes en el sistema político.
Los colombianos están hasta la coronilla de la corrupción, en especial la de los altos funcionarios del Estado. Dentro de los 18 países latinoamericanos del estudio de Transparencia Internacional, Perú y Colombia registran los más altos porcentajes de los ciudadanos que piensan que la corrupción oficial es un problema grave ( 96% y 94% respectivamente).
La última medición de la encuesta Gallup de agosto pasado registra a la corrupción como uno de los principales problemas identificados en nuestro país. Los tentáculos de estas prácticas ilícitas permean la mayoría de las actividades de nuestra sociedad: en el Barómetro 2019 uno de cada cinco colombianos pagaron un soborno al usar servicios públicos en el último año.
El segundo ingrediente de este coctel tiene que ver con las instituciones. Para la mayoría de latinoamericanos los gobiernos no hacen nada para detener la corrupción. Aunque el 57 por ciento de los colombianos considera que el Gobierno está haciendo un mal trabajo en este frente, el porcentaje de quienes lo califican bien pasó de 31 a 40 por ciento en los últimos dos años.
De hecho, la mala calificación es evidente entre los más jóvenes. Dos de cada tres colombianos entre 18 y 35 por ciento raja a la actual administración en su lucha anticorrupción. Al igual que en temas como el ambiental, las nuevas generaciones están desarrollando visiones más críticas.
A esa rabia colectiva se está sumando el tercer ingrediente: una percepción negativa de la dirigencia de los tres poderes públicos. El 64 por ciento de los colombianos cree que los miembros del Congreso son corruptos, el 55 por ciento considera que la cabeza del Ejecutivo lo es, mientras que el 47 por ciento piensa lo mismo de los jueces y los magistrados.
Es decir, los líderes de la sociedad, a cargo de debatir y aplicar las salidas a este robo generalizado, no despiertan mayor confianza dentro de la ciudadanía.
Descontento colectivo, ilegitimidad institucional y liderazgo desprestigiado se comportan como un poderoso ácido corrosivo que ataca los cimientos del sistema democrático en América Latina y en Colombia. Estos estudios de percepción son alarmas suficientemente ruidosas para que el Gobierno y el resto de las instituciones públicas, el empresariado y la sociedad civil tome cartas en el asunto.
Es justo reconocer que en años recientes la lucha anticorrupción se ha mantenido como una de las prioridades del debate público. No obstante, la ausencia de resultados tangibles y la creciente demanda ciudadana de acciones más contundentes amenazan con convertir esa furia en escepticismo.
La pregunta es si los canales institucionales actuales, ilegítimos y en muchos casos capturados por los corruptos serán capaces de brindar salidas democráticas a esos válidos reclamos. La respuesta para Colombia la construimos todos con una responsabilidad especial en nuestros dirigentes.