En el transcurso del 2017 fueron radicadas tres propuestas de iniciativa privada en el Ministerio de Transporte. El remitente de las cartas era el Grupo Argos a través de Odinsa, la compañía del conglomerado a cargo del desarrollo de infraestructura.
Los documentos en cuestión proponían la construcción de un nuevo aeropuerto en Cartagena, el desarrollo del sistema aeroportuario de Bogotá y las labores relacionadas con la optimización del campo de vuelo en la zona de la capital. El propósito común era plantear obras con miras a fortalecer la operatividad de dos terminales clave y habilitarlos para atender la demanda hasta mediados del presente siglo y más allá.
El atractivo de evitar cuellos de botella previsibles y contar con una hoja de ruta a ser desarrollada de manera gradual, es grande. Se trata de dejar en manos de una compañía particular emprendimientos tasados en más de 4.000 millones de dólares de hoy, sin que el Estado tenga que sacar un centavo para financiarlos.
Tal como lo establecen las reglas de juego vigentes, la idea comienza por la etapa de prefactibilidad. Una vez las entidades públicas a cargo de revisarla dan su visto bueno, arranca la fase de factibilidad, en la que se precisan los términos de la iniciativa con un alto nivel de detalle, incluyendo no solo su alcance físico, sino la duración de la concesión a cargo. Para que exista la posibilidad de competencia, la ley prevé la llegada de ofertas concurrentes que pueden ser igualadas o no por el proponente original. Surtido ese paso, sigue la escogencia de un ganador y la firma del contrato respectivo.
A pesar de que han pasado meses desde cuando las primeras cartas recibieron el sello de radicado, el proceso avanza a paso de tortuga. Lo más adelantado es Cartagena, que viene de pasar a factibilidad y podría quedar adjudicado a mediados del año que viene. A partir de ahí, el estreno del nuevo aeropuerto que reemplazaría al Rafael Núñez y quedaría al otro lado de la ciénaga, sucedería en el 2026.
El cambio sería descomunal, pues en lugar de una pista que hoy sirve de calle de rodaje, se podrían construir dos, además de un edificio moderno con suficientes posiciones de abordaje, salas cómodas, accesos directos y posibilidad de manejar 25 millones de pasajeros anuales, cinco veces el número actual. El principal destino turístico de Colombia tendría el horizonte despejado en materia aérea.
No obstante, la situación de Bogotá es todavía más crítica. Según las estadísticas de la Aeronáutica Civil, la cantidad de viajeros que pasaron por El Dorado el año pasado llegó a 32,7 millones de individuos, 14 millones más que en el 2010. Como van las cosas, en el 2025 ese guarismo sería de 45 millones, en el 2030 de 54 y para mediados de siglo ascendería a casi 85 millones de personas.
Ello requiere comenzar a ampliar la terminal actual, algo que incluye una tercera pista para aviones más pequeños, la cual estaría lista en el 2027. Unos diez años más tarde se coparía la capacidad conseguida con sucesivas obras, lo que exige que el segundo aeropuerto –que empezó a barajarse en el pasado gobierno– comience a funcionar. A primera vista, esta secuencia parece tener más lógica que la que se discutió originalmente.
La definición sobre lo que se debe hacer, corresponde a los técnicos. Sin embargo, posponer el tema puede traerle dolores de cabeza a Bogotá si no hay una solución integral en marcha. Debido a ello, vale la pena que tanto el Ministerio como la Agencia Nacional de Infraestructura le den una mirada al asunto pronto, a ver si la propuesta de iniciativa privada toma forma definitiva. En caso afirmativo, el Distrito Capital mejorará en competitividad y conectividad, para bien de la economía colombiana. Esa promesa justifica meterle el diente a esta idea, a ver si el proceso decola. Literalmente hablando.
Ricardo Ávila Pinto
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