Cuando el lunes pasado, durante una entrevista televisiva en Nueva York, Juan Manuel Santos señaló que el número de venezolanos viviendo en Colombia podría llegar al millón, no se produjeron las reacciones que en días más normales deberían haber tenido lugar. Quizás la campaña electoral o la creencia popular de que los llegados del vecino país son todavía más, contribuyeron a limitar el volumen de un debate que no tendría por qué pasar a segundo plano.
El motivo es que las cifras oficiales muestran un crecimiento que solo puede calificarse de explosivo. De acuerdo con datos de Migración Colombia, mientras al cierre de diciembre pasado había 552.494 venezolanos en el territorio nacional, para el 31 de marzo esa cantidad ascendía a 759.922, lo que equivale a un crecimiento del 38 por ciento en apenas tres meses.
A los cálculos mencionados habría que agregarles el tamaño de una enorme población flotante que nos usa como lugar de tránsito con el objetivo de seguir hacia el sur del continente. Dependiendo de los contactos y las expectativas de obtener un empleo, muchos de los nacidos en tierras bolivarianas siguen a buscar suerte en Ecuador, Perú, Chile o Argentina e incluso algunos alcanzan a llegar por tierra hasta Uruguay y Paraguay.
Las estadísticas hablan por sí solas. La cantidad de oriundos de Venezuela que pasaron por el puente de Rumichaca que une a Ipiales con Tulcán, saltó de 3.116 individuos en el 2013 a 229.674 el año pasado. Y entre enero y el pasado 22 de abril, la cuenta se ubicó en 221.883 personas, una velocidad casi cuatro veces superior. Tan solo en marzo el incremento ascendió al 724 por ciento.
Todo lo anterior lleva a una conclusión inequívoca: el número de refugiados venezolanos muestra tendencia al alza, como consecuencia de una realidad cada vez más desesperada. La convicción de que no hay futuro bajo el régimen chavista ha generado un flujo tal que comienza a ser equivalente al observado en Siria, de unos años para atrás.
Un reporte reciente del diario Financial Times sostuvo que diariamente unas 5.000 personas están cruzando la línea limítrofe, la mayoría por Cúcuta, y muchos de manera informal al carecer de un pasaporte. De ser cierto el ritmo, este año los tránsitos en una sola dirección serían 1,8 millones, que equivalen al 5 por ciento de la población.
Más inquietante todavía es saber que las cosas se pueden poner peor, tras las elecciones del próximo 20 de mayo, en las cuales Nicolás Maduro se perfila como seguro ganador, entre otras razones porque la oposición no puede participar en la contienda. La radicalización parece ser la única opción para una camarilla decidida, como sea, a mantenerse en el poder, lo que equivale a más represión en una economía que sigue cayendo en picada y cuya inflación superaría el 13.800 por ciento en el 2018, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
Para Colombia, la oleada migratoria implica mayores esfuerzos de todo tipo, en medio de una gran estrechez de recursos. La presión no solo se nota en un aumento de la informalidad en la mayoría de las capitales, sino en costos que tocan las arcas estatales.
Por ejemplo, el número de venezolanos atendidos por urgencias en el sistema de salud fue de 24.727 en el 2017, cerca de cinco veces más que en el año precedente. Y hasta el domingo pasado el acumulado del año iba en 21.886, con un crecimiento del 497 por ciento, en marzo.
Debido a ello, el país no tiene otra salida diferente a la de solicitar, de manera más firme, la ayuda internacional. Es verdad que esta comienza a fluir, pero los montos recibidos o prometidos son todavía muy pequeños en comparación con el tamaño del problema, cuyo volumen seguirá subiendo, como consecuencia de la peor crisis humanitaria en la historia reciente de América Latina.