Al filo de la medianoche de ayer, Estados Unidos oficializó la “guerra comercial” con México, Canadá y la Unión Europea. La primera escaramuza de esta contienda fue la entrada en vigencia de aranceles del 25 por ciento para el acero y 10 para el aluminio, proveniente de estos aliados. De nada sirvieron meses de negociaciones entre representantes del gobierno Trump y Bruselas para impedir una fractura de esta magnitud en el otrora fluido intercambio transatlántico.
Por varios meses, el gobierno estadounidense usó los aranceles para presionar las negociaciones con los europeos y así conseguir mejores condiciones comerciales para sus productos. La misma estrategia se aplicó para las conversaciones con México y Canadá para la reforma al Nafta, el TLC de los países de América del Norte. En el caso del otro frente de batalla, el comercio con China, la Casa Blanca viene aplicando duros aranceles a bienes provenientes de Beijing, y calificó a los chinos como un “enemigo económico”. Ese estilo agresivo de negociación le ha funcionado a Estados Unidos para obtener ventajas comerciales sobre Corea del Sur, Australia, Brasil y Argentina.
Lo cierto es que a nadie debe sorprender este anuncio del secretario de Comercio norteamericano Wilbur Ross. El primer año del gobierno Trump se caracterizó por un pulso intenso entre proteccionistas y defensores del libre comercio, el cual perdieron estos últimos con la salida de Gary Cohn, asesor económico de la Casa Blanca, renuncia dejó el campo libre para los impulsos antiglobalización de la plataforma “Estados Unidos Primero”, que llevó a Trump a la presidencia.
Dentro el discurso populista del mandatario norteamericano, el déficit comercial es el responsable por la pérdida de empleos en el territorio estadounidense. Asimismo, como lo expresó el secretario Ross, la “debilidad” de la industria local, generada por las importaciones, es una amenaza para la seguridad nacional. Lo paradójico es que la decisión ejecutiva, que entró en vigencia a la medianoche, golpea a los países de la Unión Europea, México y Canadá, aliados sólidos y de vieja data de Washington en muchos temas, incluida la seguridad.
Como es tradicional en este tipo de enfrentamientos, los afectados ya anunciaron represalias. Los europeos advirtieron que llevarán el caso a la Organización Mundial del Comercio, y ya han identificado alrededor de 350 productos estadounidenses que podrían sufrir aumentos en sus aranceles. Aproximadamente, unos 3 mil millones de dólares de exportaciones norteamericanas se verían afectadas por la reacción de Bruselas. Canadienses y mexicanos también rechazaron las medidas y tendrían en la mira productos hechos en Estados Unidos como quesos, productos porcinos, whisky, manzanas y ropa.
Los impactos en los aranceles no solo los sufrirán Europa, Canadá y México. Encarecer el acero y el aluminio afectará otros sectores de la economía estadounidense que los usan como materia prima para la construcción y la industria manufacturera. Estas altas tasas distorsionarán las cadenas globales de suministro que hoy alimentan estos ramos y terminarán por impactar el dinamismo de la economía global. Además, los productos de Estados Unidos que los países afectados escogerán para subirles los aranceles, son los producidos en zonas agrícolas donde Trump goza de popularidad.
Es inevitable conectar estas decisiones comerciales del presidente Trump con las elecciones de mitaca que Estados Unidos celebrará en noviembre. En estos comicios, la Casa Blanca se está jugando las mayorías en el Congreso, así como la gobernabilidad en la segunda mitad de su periodo. Pisar el acelerador a estas medidas proteccionistas le ayuda a Trump a reafirmar su agenda para los estados agrícolas e industriales, que fueron cruciales en su victoria en el 2016.
Por eso, la guerra comercial que ha empezado Estados Unidos contra la Unión Europea, China y sus vecinos en Norteamérica apenas comienza.