Cuando a finales de abril fue convocado el Consejo Nacional del Arroz, un órgano consultivo del Gobierno cuyo propósito es analizar las opciones de política con respecto al cereal, pocos de los presentes en la cita esperaban que el plato fuerte resultara ser tan difícil de digerir. De manera sorpresiva, el Ministerio de Agricultura presentó un borrador de resolución que fijaba un precio mínimo de compra del producto cosechado, el cual cambia las reglas de juego vigentes.
Las quejas no se hicieron esperar, sobre todo por parte de la industria de alimentos. Encarecer un componente fundamental de la dieta de los colombianos, que además sirve de insumo para incontables derivados, va en contravía del interés popular. Múltiples trabajos académicos demuestran que las más afectadas serían las personas de bajos ingresos, que comen proporcionalmente más arroz que las que ganan más.
Si bien la idea quedó en el congelador por ahora, lo sucedido comprueba que hay hábitos que en Colombia no desaparecen del todo. Estos consisten en privilegiar el bienestar de unos grupos específicos de la población, por encima de aquello que les conviene a los consumidores.
En el caso presente, la iniciativa surgió ante las amenazas de paro de un sector de cultivadores agrupados en las llamadas ‘Dignidades Arroceras’. Tal como sucedió en el caso del café hace unos años, existen dirigentes que se apartan de las directrices de Federarroz –el gremio que tradicionalmente lleva la interlocución del sector con las autoridades– y tratan de pescar en el río revuelto del descontento.
La insatisfacción proviene de una realidad de mercado. En el 2016, cuando el fenómeno climático de ‘El Niño’ afectó los rendimientos de las cosechas, los precios de los alimentos se dispararon en el país y este cereal no fue la excepción a esa tendencia. Ante lo sucedido, más agricultores quisieron aprovechar la bonanza, lo cual se tradujo en un aumento del 20 por ciento en el área sembrada, que se acercó a las 600.000 hectáreas. En contraste a lo que había sido la norma, por primera vez en décadas la producción nacional abasteció la demanda interna.
Una oferta más alta desembocó en menores precios. Si hace un par de años la tonelada de arroz se vendía en 1,1 millones de pesos, ahora se cotiza en 942.000 pesos. Por tal motivo, el anhelo de los productores es que exista un piso de al menos un millón de pesos, con el cual supuestamente evitarían perder dinero.
En respuesta, el Ministerio sacó otra carta de la manga y el 30 de abril expidió una resolución “por la cual se otorga un apoyo a la comercialización de arroz paddy verde en el territorio nacional”. Así, de las arcas públicas saldrán 51.442 millones de pesos que se traducen en un apoyo de 31.923 pesos por tonelada, una suma que será mayor para los cultivadores de Norte de Santander.
A lo anterior se agrega la determinación de no comprarle el producto a Ecuador, que adoptó medidas en contra de un buen número de bienes colombianos. Queda por verse si se resucita un apoyo al almacenamiento o si se exportan algunos sobrantes que tendrían que recibir subsidios para ser competitivos en el mercado internacional.
Mientras vienen esas definiciones, la discusión de fondo sigue pendiente. Esta tiene que ver con el estancamiento de la productividad, que es muy inferior a la de Perú, para solo nombrar a un país vecino.
Más importante aún es el debate con respecto a lo que pagan los colombianos por el cereal. Un estudio hecho por Juan Mauricio Ramírez para Fedesarrollo, sostuvo que el sobrecosto pagado en estos años es del 60 por ciento frente a las cotizaciones internacionales. No hay duda de que la seguridad alimentaria es clave, pero el futuro del campo no puede supeditarse a la nutrición de la gente y menos todavía al bienestar de los más pobres.