Parece una paradoja, pero no lo es. Así podría resumirse lo sucedido en América Latina, en general, y en Colombia, en particular, con respecto a que mientras los índices de pobreza disminuyen, la sensación de bienestar también cae. Lejos de reconocer el avance en los niveles de ingreso, la población se siente peor que al comenzar el siglo, según lo demuestra un estudio de la Ocde que fue dado a conocer ayer en Bogotá.
La explicación de esa aparente contradicción recae en la clase media, que por primera vez tiene un tamaño superior al de la población en estado de pobreza, al menos en el caso de Colombia. Ahora que millones de personas son conscientes de que han progresado, el nivel de exigencia es mayor en el caso de los servicios que provee el Estado: desde educación y seguridad, hasta salud y medioambiente.
No obstante, las instituciones parecen no haber entendido la magnitud del desafío. Para decirlo de manera coloquial, la burocracia se comporta como siempre, o peor. Debido a ello, la confianza de los ciudadanos, atraviesa por una época crítica en la región. De acuerdo con las encuestas, tres de cada cuatro personas cree nada, o muy poco, en la labor de sus respectivas administraciones públicas, lo que representa una caída de 20 puntos porcentuales desde el 2006.
Los problemas prácticos que se derivan de esa lectura son innumerables. Aparte de que el consumo y la inversión se ven afectados, hay urgencias más inmediatas. En la medida en que la gente cuestiona el trabajo que hacen las entidades estatales, disminuye la voluntad de pagar impuestos. Ahora una mayoría de los habitantes de esta parte del mundo justifica la evasión de manera total o moderada, algo que no sucedía a en la década pasada.
Todo lo anterior sugiere que el contrato sobre el cual se han asentado las democracias occidentales en los últimos dos siglos, se encuentra bajo signos de interrogación en Latinoamérica. La idea de que hay una organización encargada de ordenar la sociedad, con la creencia de que se expiden leyes, se imparte justicia y se cobran dineros para así proveer bienes y servicios públicos de alta calidad, todo bajo el principio de que el bien común está por encima del particular, es cada vez más cuestionada.
Lo anterior es inquietante porque en lugar de propulsar la acción colectiva, se acaba sustentando esa especie de sálvese quien pueda, en el que unos logran ventajas que otros no disfrutan, a veces a través de prácticas corruptas y en ocasiones mediante estrategias que permiten derivar utilidades del sistema. A la larga, ello sirve para entender la baja productividad y las raquíticas tasas de crecimiento que nos caracterizan, algo que nos condena a seguir en un círculo vicioso sin término definido.
Colombia no es ajena a dicha caracterización, así haya logrado mejorar en el Índice de Calidad de Gobierno que abarca parámetros como corrupción, ley y orden y calidad de la burocracia. Los sondeos muestras que menos ciudadanos están satisfechos con la educación, la salud o la seguridad en las urbes.
Como consecuencia, es todo un desafío conseguir el apoyo popular para hacer cambios estructurales. Cuando se miran los ingresos tributarios como proporción del tamaño de la economía, el país recauda menos del 21 por ciento del PIB, dos puntos por debajo del promedio regional y casi 14 menos que las naciones de la Ocde. Convencer a la opinión de que debe tributar más es poco menos que un imposible, a pesar de la larga lista de pendientes que hay en tantas áreas.
Y las cosas no cambiarán, a menos que las instituciones empiecen a ser más efectivas. De tal manera, el Gobierno que llega necesita ser consciente de que la vara está más alta a la hora de exigir resultados. Mostrarlos es la condición para recuperar la confianza en lo público. No hay de otra.