Una noticia inesperada fue la que le entregó el Dane ayer a los colombianos, cuando informó que la pobreza monetaria en el país descendió en 2017, al punto más bajo de la historia. De acuerdo con la entidad, la proporción de personas en esa condición se ubicó en 26,9 por ciento, lo que equivale a 385.000 personas menos que en el año precedente.
No hay duda de que Juan Manuel Santos dirá que ese es uno de los logros más importantes de su administración, pues desde el 2009 la reducción supera los 13 puntos porcentuales, es decir 4,7 millones de individuos. Si al comienzo de este siglo estábamos cinco puntos porcentuales por encima del promedio de América Latina, ahora nos encontramos tres puntos por debajo, algo que podría describirse como notable.
Como si lo anterior fuera poco, la pobreza multidimensional, que se mide de manera distinta y utiliza un número amplio de parámetros, también disminuyó, hasta ubicarse en 17 por ciento. Para completar la lista, el coeficiente de Gini utilizado para calcular la desigualdad, bajó otra vez hasta 0,508 –sus límites van de cero a uno–, con lo cual se puede argumentar que ya no estamos, como antes, entre el grupo de sociedades más inequitativas de América Latina.
Entender cómo se consiguió ese logro en medio de una realidad económica mediocre, exige mirar el criterio técnico definido. Tal como lo señala el Dane, “la línea de pobreza es el costo per cápita mínimo de una canasta básica de bienes (alimentarios y no alimentarios) en un área geográfica determinada”. En términos prácticos, una familia de cuatro personas que reciba en conjunto menos de un millón de pesos al mes es considerada pobre, anotando que el corte es un poco más alto en las cabeceras y menor en las áreas rurales.
Más allá del debate sobre si esa suma alcanza o no para sostener dignamente a los integrantes de un hogar en Colombia, es posible que en la presente oportunidad la polémica se encamine por otro lado. Y es que el valor de la canasta aumentó el año pasado en 3,7 por ciento, unas cuatro décimas menos que el índice de inflación promedio.
Aunque la diferencia puede parecer menor, no faltará quien diga que si la línea de pobreza se hubiera fijado un tanto más arriba, los resultados habrían sido mucho menos buenos. El contraste es todavía más evidente en el caso de la pobreza extrema, en cuyo caso la canasta de bienes –compuesta solo por alimentos– tuvo un alza del 1,4 por ciento. La respuesta es que hay consideraciones regionales que pesan en la ponderación y que en el 2017 la comida subió mucho menos que el Índice de Precios al Consumidor.
Sea como sea, vale la pena destacar datos que surgen del trabajo presentado en la víspera. El primero es que la pobreza afecta de manera más que proporcional a las mujeres, los jóvenes, los hogares con mayor número de hijos y las personas con bajos nivel de educación. Por ejemplo, el índice es de 36,9 por ciento entre los que apenas llegaron a primaria, mientras que en lo que atañe a los universitarios esa proporción es 6,5 por ciento.
Adicionalmente, salta a la vista la disparidad regional: la tasa de pobreza en Quibdó (47,9 por ciento) cuadruplica a la de Bogotá. En cuanto a la miseria, esta afecta apenas al 0,8 por ciento de quienes viven en Pereira, pero en Riohacha la cifra es 15,1 por ciento.
Tales datos dejan en claro que, a pesar de los avances, todavía hay un gran camino por recorrer si queremos acercarnos a naciones como Chile. Y la mejor manera de hacerlo no es con ayudas oficiales, que sirven, sino con trabajos formales, algo que es válido aquí y en cualquier latitud. Por eso es que generar oportunidades de empleo es la principal tarea del gobierno que viene y de los siguientes, a ver si logramos triunfar en la batalla contra la pobreza.