A juzgar por el escaso cubrimiento que recibió en los medios, pocos colombianos registraron la visita oficial que hizo ayer el presidente Juan Manuel Santos a Brasilia, con el fin de reunirse en el Palacio de Planalto con su homólogo Michel Temer. El hecho de que se trata de dos mandatarios salientes con bajos índices de popularidad, podría explicar el aparente desinterés en una cumbre que merecía una atención mayor.
Para comenzar, porque Brasil es, de lejos, el país más relevante de la región. Puede ser que en los últimos tiempos esta nación que supera 200 millones de habitantes no las haya tenido todas consigo, pero desdeñar su importancia geoestratégica, al igual que su peso en la economía latinoamericana es, a todas luces, un error. Los abundantes recursos naturales que posee, junto con una clase empresarial que compite en múltiples sectores, le garantizan un lugar de privilegio en el planeta.
No hay duda, además, de que los auriverdes están obligados a cuidar su reputación. El escándalo de Odebrecht o la olla podrida de Petrobras han puesto a la defensiva a muchas compañías que cuentan con una hoja de vida limpia y entienden, en carne propia, eso de que los justos pagan por los pecadores. Por tal motivo, en la capital brasileña quedó claro el interés del sector privado local de defender su honorabilidad, al tiempo que busca oportunidades de negocios, algo totalmente legítimo.
Pero más allá de los documentos firmados en el plano bilateral o de los discursos pronunciados por los representantes de uno y otro lado, la cita de ayer debería servir para entender el caso de un país sobre el cual se ciernen las nubes de la incertidumbre de forma más evidente que en Colombia. Mirar esa realidad deja lecciones que merecen ser entendidas en otras latitudes.
Y no se trata de lo que suceda en la carrera presidencial, en la cual las encuestas las encabezan un Lula da Silva en problemas con la justicia y un populista de derecha como Jair Bolsonaro. Las dudas recaen en la incapacidad institucional para solucionar los grandes problemas nacionales, aparte de quién resulte triunfador en los comicios del segundo semestre.
Un par de ejemplos son elocuentes. El primero es un régimen pensional generoso, bajo el cual lo usual es jubilarse a los 55 años de edad con el 70 por ciento del último salario como base. El pago de las mesadas representa un tercio de los gastos gubernamentales y podría equivaler al 17 por ciento del Producto Interno Bruto en el 2060 (más del doble actual), si no se le pone límite.
Sobra decir que cualquier intento de poner en cintura esos privilegios es un suicidio político, como lo constató Temer semanas atrás cuando tuvo que archivar una propuesta en ese sentido. El problema es que si la opinión se opone tercamente a cualquier intento de modificación, la crisis es inevitable, pues las matemáticas también son tozudas. Tarde o temprano llegará una crisis presupuestal, motivo por el que las firmas calificadoras de riesgo degradaron la deuda brasileña al estatus de basura.
El otro dolor de cabeza es Río de Janeiro, bendecida por la naturaleza y con problemas que han resultado insolubles. El asesinato de la concejala Marielle Franco generó manifestaciones populares, pues sintetiza todo lo que está mal en una urbe atrapada por los tentáculos de la corrupción y la inseguridad.
Esos dos casos sirven para entender lo que le pasa a un país que pierde la capacidad de hacer tareas inaplazables. Es de imaginar que tarde o temprano los brasileños tomarán el toro por los cuernos, cuando no les quede otra opción. Pero eso de escoger la ruta más larga sale muy costoso y se traduce en sacrificios sociales inmensos. Ojalá aquí entendamos que si nos quedamos quietos o seguimos negando ciertas verdades dolorosas, nos puede pasar lo mismo.