En el mundo de la diplomacia hay maneras en las cuales los gobiernos hacen saber su descontento con respecto a una decisión que los afecta. La práctica más usual es el envío de una nota de protesta, una comunicación confidencial en la que se plantea una queja. Cuando las cosas suben de tono, viene el llamado a consultas del embajador del país agraviado, que en algunos casos es la antesala de una rotura de relaciones.
Es en ese contexto que hay que entender lo hecho por el presidente Juan Carlos Varela de Panamá, al pedirle a su representante en Bruselas que abandone la capital belga. El motivo del disgusto del mandatario vecino fue la reciente determinación de la Unión Europea de incluir al istmo en una lista negra que componen 17 jurisdicciones calificadas como paraísos fiscales y en la que también se encuentran Corea del Sur, Emiratos Árabes, Macao o Trinidad y Tobago, para nombrar tan solo algunas.
La intención del señalamiento es poner en la picota pública a aquellos Estados o territorios que no hacen lo suficiente para evitar ser destino de capitales que buscan estar por debajo del radar de las autoridades tributarias. Además de lo anterior, el bloque comunitario suspende los programas de ayuda con fondos europeos y les pone un reflector a las sociedades del Viejo Continente que operen en los lugares bajo sospecha. Ese manto de duda hace daño, sobre todo si una nación ha tratado de limpiar su reputación y busca atraer inversiones productivas.
Por tal razón, el disgusto de Varela es entendible, aunque no necesariamente justificado. Tras la publicación de los conocidos ‘Papeles de Panamá’, nombre que recibió la filtración de documentos de la firma de abogados Mossack Fonseca que develó una serie de operaciones fraudulentas, el gobierno intentó convencer a la comunidad internacional de que no toleraría ciertas prácticas. Debido a ello, se reformó el régimen de sociedades, fueron suscritos acuerdos de intercambios de información financiera y se fortalecieron los mecanismos de regulación.
Es evidente que a los europeos eso no les pareció suficiente. Reportes de prensa señalan que al otro lado del Atlántico hay molestias porque, más allá de los cambios formales, la situación, en la práctica, no ha cambiado mucho. En tal sentido, la palmada en la mano de esta semana equivale a una admonición para que el istmo se aconducte y deje de ser un destino para dineros de dudosa procedencia.
Sin entrar en la discusión sobre si Bruselas cometió una injusticia o no, Colombia debería tomar nota de lo sucedido. A finales de abril del 2016, la administración Santos informó que había llegado a un acuerdo con su contraparte panameña para la firma de un convenio de intercambio de datos para ponerle talanquera a la evasión de impuestos, pues es conocido que la nación vecina ha recibido cuantiosas sumas salidas de este lado del Darién.
A pesar de los intentos posteriores, nunca se logró la firma del documento definitivo. En respuesta, la salida fue aprovechar que Panamá aprobó pertenecer al Foro Global de Transparencia establecido al amparo de la Ocde. Bajo el paraguas de los textos suscritos, el próximo año la Dian podrá solicitar información sobre los activos financieros que tengan nuestros connacionales en ese país.
En caso de que los panameños se nieguen a hacerlo, podrían ser calificados como jurisdicción no cooperante, figura existente en la legislación tributaria. Eso quiere decir que los pagos que se envíen no serían reconocidos como un gasto deducible en Colombia.
Pero, en lugar de un roce bilateral, sirve más que las autoridades del istmo entiendan que este asunto va en serio y que incumplir con la entrega de datos costará caro. La lucha contra la evasión es clave para cuadrar las cuentas fiscales, y por ello la cooperación que dé nuestro vecino es clave. Ojalá sea a las buenas.