Cuando en 1994 el gobierno de Bill Clinton convocó en Miami a la primera cumbre de las Américas, parecía que las 34 democracias del hemisferio por fin comenzaban a hablar en un lenguaje común. Más allá de las diferencias culturales, económicas o de tamaño, el mensaje emitido desde la Florida apuntaba a la convergencia de principios, que incluían el diseño de un área de libre comercio que iría desde Canadá hasta Argentina.
El entusiasmo inicial se fue disipando con el paso del tiempo. Si bien las negociaciones lograron avanzar, todo cambió en 1999 con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela. En cuestión de años, se formaron dos bloques en la región, entre los cuales se abrieron brechas enormes. Debido a ello, las citas de los presidentes y primeros ministros del continente se siguieron cumpliendo, más por el propósito de contar con un espacio de diálogo ocasional, que de avanzar en la misma dirección.
A la luz de esa evolución, eran pocas las expectativas en torno al encuentro que comienza mañana en Lima. Y no es que faltaran los temas de discusión. En junio del 2017, el propio gobierno peruano propuso, como anfitrión, que la corrupción y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, acordados en el seno de la ONU, serían el eje de los debates.
Por otra parte, la crisis venezolana seguramente estaría presente en las deliberaciones a puerta cerrada, así no quedara en la declaración final. También había una inmensa expectativa de escuchar a Donald Trump, cuya actitud hacia sus vecinos del sur es francamente inquietante, para no hablar de las medidas proteccionistas que anuncian la llegada de una guerra comercial que afectaría la marcha de la economía global.
Y aunque, sin duda, estos y otros temas se mencionarán, la verdad es que las perspectivas de entendimiento son bajas. El motivo es que si antes el hemisferio estaba dividido en dos, ahora está partido en tres.
No hay duda de que el chavismo perdió influencia por cuenta de la debacle de la revolución bolivariana, culpable de una verdadera tragedia humanitaria, la misma que explica la salida de cerca de cuatro millones de venezolanos de su país en busca de un mejor futuro en otras tierras. A pesar de ello, quedan restos del Alba y tanto Bolivia como Nicaragua, entre otros, defienden a Nicolás Maduro a capa y espada.
Aparte de lo anterior, propios y extraños saben que Estados Unidos está en proceso de reeditar la conocida doctrina Monroe, esbozada inicialmente en 1823: “América para los americanos”. Aunque en su momento el pronunciamiento se hizo para limitar la injerencia de las potencias europeas en estas latitudes, ahora se ve como el regreso del unilateralismo impulsado por Washington, en el sentido de que sus intereses están primero.
En términos prácticos eso quiere decir que asuntos que antes se miraban bajo un espíritu de cooperación, deberían supeditarse a las posturas del Tío Sam. Ese es el caso de desafíos como el tráfico ilegal de narcóticos, el terrorismo, los movimientos migratorios o el propio intercambio de bienes y servicios.
Lograr consensos en ese ambiente es realmente imposible. La ausencia de última hora de Trump confirma, además, que su mirada está puesta en otros puntos del globo y que, a diferencia de sus predecesores recientes, que hacían el esfuerzo de aparecer, estamos relegados a un segundo plano.
Eso, no necesariamente es malo para algunos, dado el carácter impredecible del inquilino de la Casa Blanca. No obstante, la desatención, tarde o temprano, pasará su cuenta de cobro, pues la falta de comunicación directa aumenta las prevenciones y los malentendidos. Debido a ello, el ambiente con respecto a la Cumbre es gris, como el tradicional cielo de Lima. No caerá la lluvia, pero las nubes se seguirán acumulando en el horizonte.