Después de las inauguraciones de las autopistas de cuarta generación de obras que no han comenzado, no se oye más que hablar sobre el tema. Pero la realidad es que nadie sabe para cuándo estas carreteras estarán verdaderamente en funcionamiento.
Una de las razones más importantes tiene que ver con que, entre los grandes cuellos de botella –que interrumpen el buen desarrollo de los proyectos– están la aprobación de los estudios ambientales, la compra de terrenos y concluir el proceso de consulta previa con las comunidades hasta su protocolización, que hoy es responsabilidad del sector privado.
La ley de infraestructura de transporte (Ley 1682 de 2013, Art. 39) trata de solucionar este problema, asumiendo, por parte del Gobierno Nacional, la responsabilidad previa a la licitación, pero solo a partir de noviembre del 2016, es decir, tres años después de expedida la norma, lo cual no parece consistente con la necesidad de acelerar el desarrollo de la infraestructura en el país, y dejando, por ahora, toda la responsabilidad y el riesgo al sector privado.
Y el Gobierno puede estar bajo presión para dar resultados en infraestructura; sin embargo, un proyecto bien estructurado debe ser entregado entre los plazos y costos presupuestados, de lo contrario, dificulta la determinación de una tasa atractiva de rentabilidad para los inversionistas y poco ayuda para que se cumplan los requisitos.
Según estimaciones del McKinsey Global Institute y cifras similares del Banco Mundial, serán necesarios 57 billones de dólares para mantener el crecimiento del PIB en el mundo hasta el 2030, pero los recursos para capital (equity), y deuda para infraestructura en autopistas, son limitados; luego, habrá selección de los mejores, no todos serán financiables y requerirán ser atractivos para inversionistas y banqueros, sobre todo este tipo de nuevos proyectos (greenfield), porque competencia sí habrá y esta coloca mayor presión sobre la rentabilidad.
Los riesgos asociados a los proyectos son mucho más altos en las primeras fases de estos, como diseño y construcción, pero la única forma de asegurar el rendimiento por parte de los inversionistas de capital es conocer cuándo comenzarán a generar estos proyectos un flujo estable de ingresos, y hoy no hay una visibilidad clara que asegure su predictibilidad.
El apalancamiento tampoco puede ser muy alto, como ha sido en el pasado en el país, puesto que muchos proyectos fracasarían en encontrar el financiamiento suficiente, simplemente al no contar con el capital requerido para atraer la deuda necesaria para completar la estructura financiera. Aquí, en el capital debe ser el mayor soporte la Financiera de Desarrollo Nacional y de entidades de desarrollo internacionales.
La mayoría de inversionistas toman riesgos, calculados con rentabilidades suficientemente aseguradas en proyectos que cumplan ciertos criterios en iniciativas calificadas con grado de inversión a nivel internacional.
El Gobierno debe pensar desde ya en los mecanismos e instrumentos financieros que permitan mitigar los riesgos señalados, así como generar estabilidad de los flujos de caja, que motiven la inversión en infraestructura en el largo plazo, de forma que recompensen estos peligros y mejoren la calificación crediticia de los proyectos. De lo contrario, el país quedará viendo un chispero.
Francisco Barnier G.
Asesor financiero, banca privada y de inversión