Tras casi dos semanas de violentas protestas, el presidente ecuatoriano Lenín Moreno derogó el pasado domingo el decreto de ajustes económicos, incluyendo la eliminación de los subsidios a los combustibles.
A pesar de que el mandatario vecino había insistido en mantener el paquete de medidas, el descontrol de las protestas, lideradas por las organizaciones indígenas, lo obligó a ceder. Moreno y los manifestantes negociarán ahora un nuevo decreto en el que la debilidad política del primero se reflejará en la suavidad de los recortes.
La caída de este paquete limita las opciones del gobierno ecuatoriano en su urgencia de sumar ahorros en el gasto para recibir los recursos del Fondo Monetario Internacional.
La crisis política en el vecino país ha despertado varias reflexiones en el nuestro. La primera es sobre la efectividad de la protesta social. Para los promotores de las continuas manifestaciones contra el gobierno del último año, la victoria de los indígenas podría leerse como el llamado a recrudecer la intensidad y virulencia de las manifestaciones.
Las necesidades fiscales de Moreno no se derogaron como se derogó el recorte. Esos 1.300 millones de dólares deberán salir de otros bolsillos y otros sectores de la población sufrirán los costos.
Una segunda reflexión compete a la naturaleza de la protesta. Los indígenas arrodillaron al gobierno ecuatoriano, pero sus movilizaciones, otrora pacíficas, esta vez se mancharon de violencia. Incluso hubo acusaciones de infiltración por parte de las fuerzas del expresidente Rafael Correa, disidentes de las Farc y el régimen venezolano.
Sería lamentable que la movilización social en la región andina empiece a tener esas connotaciones internacionales. El vandalismo no está cobijado por el derecho legítimo a la protesta pacífica.
Aún no es claro el futuro económico de Ecuador ante su desesperada necesidad de financiamiento y la escasez de alternativas para reducir el gasto público en los niveles requeridos para estabilizarse.
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