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Gustavo H. Cote Peña
columnista

Sin alharacas ni guachafitas

La confrontación que vivió el país por años y su degradación, ocasionó heridas profundas, difíciles de sanar, pero no imposibles de superar.

Gustavo H. Cote Peña
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Gustavo H. Cote Peña

La tranquilidad por la presencia del máximo jerarca de los católicos en Colombia, logró apaciguar los espíritus por unos cuantos días. Terminados los ecos de sus mensajes sobre perdón y reconciliación, volvió la intransigencia como pan de cada día.

Los medios dieron resonancia a lo sucedido en el Congreso de la República, en donde, en una audiencia pública, se levantó la protesta de un ‘ilustre’ representante a la Cámara por la presencia de un líder de las Farc, hasta el punto que, al borde del paroxismo, le increpaba, de manera desaforada, los peores calificativos. De esta forma, propició, desde la otra orilla, gritos igualmente fuertes sobre la ideología de quien así procedía.

Los comentaristas expresaron opiniones de diferente índole. Desde el reproche por haber convertido el recinto de los ‘padres de la patria’ en lugar de alharacas y guachafitas, hasta la de los ‘más dignos’ que estimaron la presencia del exguerrillero como una injusta provocación al establecimiento.

Lo cierto es que la confrontación que vivió el país por tantos años, así como su degradación, ocasionó heridas muy profundas, difíciles de sanar, pero no imposibles de superar. En todo el planeta han existido experiencias horrendas de guerras fratricidas. Sin embargo, la voluntad indeclinable de sus protagonistas sumada al esfuerzo colectivo, les permitió a los sectores enfrentados vencer la rabia y, en su lugar, aceptarse entre los contrarios, con iguales derechos a compartir los espacios y los caminos en paz para construir proyectos nacionales más fraternos y solidarios. El acuerdo de paz logrado con los insurrectos y que le puso fin al conflicto en nuestro país, constituye el acontecimiento histórico más importante que hayamos presenciado los colombianos en los últimos 50 años, y bien vale la pena el empeño necesario para que se consolide. Por ello, es censurable la ocurrencia de hechos como los referenciados.

Sobre todo, cuando quienes dejan aflorar sus resentimientos con las personas a las que el Estado les ha tendido la mano, asumen la doble moral de no llegar a sentir el menor reato de conciencia por compartir pupitre a pupitre, en el recinto de creación de la leyes, con individuos que han llegado a las curules sin tener mérito diferente al de haber utilizado las fortunas mal habidas de sus esposos (as), padres, hermanos y demás parientes, a partir de conductas sancionadas por el Código Penal que, incluso, aún se encuentran sub júdice y que, a pesar de poseer valiosas propiedades a través de testaferros, no han cumplido todavía las penas resarcitorias de pago de multas que les fueron impuestas.

A todos los ciudadanos les corresponde aceptar que aquellos que entregaron las armas hagan presencia en todos los escenarios del panorama nacional, pues el Estado así lo ha dispuesto al aceptarlos como civiles comunes y corrientes que merecen consideración y respeto. También les asiste el deber de ubicar el debate en el terreno de las ideas y los argumentos, en pro de un mejor futuro. Con la actitud para escuchar las reflexiones del contrario y plantear las propias, con altura, antes que caer en las ofensas personales. Así, con seguridad, se hace un mayor favor a la democracia y a la sociedad.

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