Bienvenida la paz, con todos los esfuerzos y los sacrificios para conseguirla; quienes se oponen, seguramente están pensando más en sus propios intereses. Pero, una vez lograda la tan anhelada paz, ¿podríamos vivir tranquilos, con la certeza de que el país por fin va a enderezarse y a seguir por la ruta del progreso y el bienestar de sus ciudadanos, que es lo que al final importa? Así debería ser, si no estuviéramos invadidos por la peste voraz de la corrupción, que atenta contra todas las buenas intenciones.
Desde hace varios años, nuestro país está siendo presa de la corrupción. Pero, lo peor, es que no se trata solo de la complicidad de algunas autoridades con las pandillas de extorsionistas, carteristas, rateros y atracadores que hacen mucho daño en el ánimo de la gente, sino de la corrupción de cuello blanco, la peste extendida que nos inunda y nos consume. Peor aún, porque avanza como una plaga con el transcurrir del tiempo, muchas veces con la complacencia, la pasividad o la complicidad de la justicia. (Estoy de acuerdo con lo que está pensando, apreciado lector: ¿cuál justicia?).
De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción, que publica la Organización para la Transparencia Internacional, en 2015 Colombia se encontraba en el puesto 83 entre 167 países; sin embargo, en 1995 llegó a estar en el puesto 31, en el 42 en 1996, y en el 50 en 1997 y en el 2001. Es decir, que a medida que transcurren los años, en vez de ser combatida la corrupción, crece. Otro índice, el del Barómetro de las Américas, que hace parte del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (Lapop), nos ubica como el segundo país con mayor índice de corrupción del continente, superados únicamente por Venezuela.
Y no son estadísticas espurias o nominales. Vemos que es casi imposible encontrar en los noticieros, en los diarios escritos y en general en los medios de comunicación un solo día en que no se mencionen casos de corrupción. Los contratos de obras públicas, la salud, las pirámides, InterBolsa, la alimentación de los niños, los estudiantes fantasmas, los vehículos oficiales, los procesos electorales, la chatarrización de vehículos, los muertos del Sisbén, las universidades privadas, los carteles de los productos básicos, el robo de los baldíos, Agro Ingreso Seguro, los bienes de la Dirección de Estupefacientes, la ‘Yidispolítica’ son solo algunos de los casos de corrupción rampante. Con razón, en la encuesta sobre satisfacción hacia la democracia en el país, desarrollada por el mismo proyecto Lapop, solo el 35,7% de los encuestados se declaró satisfecho, colocando a Colombia, junto con Venezuela (31,5%) y Guyana (34,8%), como las naciones con menor satisfacción respecto de su sistema democrático.
Por supuesto, el problema, en gran medida, obedece a la impunidad y, en mayor grado, por la complicidad de las autoridades, la inoperancia de la justicia y la politización de esta rama, que es crucial para luchar contra la corrupción, pero venal en Colombia. ¿Podemos pensar en un futuro promisorio, aunque llegue la paz, en medio de la peste de la corrupción que tiene atrapado al país?
Horacio Ayala Vela
Consultor privado
horacio.ayalav@outlook.com
COLUMNISTA
La paz y la peste
Bienvenida la paz, con todos los esfuerzos y los sacrificios para conseguirla; quienes se oponen, están pensando más en sus propios intereses.
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Horacio Ayala Vela
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