Tan dilatados como fueron los diálogos, una cosa es cierta: nunca se había llegado tan lejos con las Farc. Celebremos, pues, la modesta y bienvenida brisa de esperanza, con una ligera discrepancia sobre el gusto de los pájaros.
A comienzos de la década de 1990, dos jóvenes primas mías, que por entonces se encontraban en Oxford trabajando como au paires y estudiando inglés, bajaron a Londres para recoger una remesa que les habían enviado con frutos de la tierra, y de paso rescatar a su primo, yo, de una grave parálisis abúlica que hubiera podido causar serios problemas cuando me llegó la hora de volver a Colombia, después de casi diez años por fuera.
Llegaron temprano al sótano –con ducha y jardín, donde residí a gusto durante años– para ayudarme a empacar mis bártulos, operación que, tras expedito examen, finalmente consistió en botar todo y cambiarlo por tres pares de camisas, dos de pantalones, cuatro de medias, uno de zapatos, un suéter bonito y una chaqueta todoterreno ideal para Bogotá, prendas todas que, créanlo o no, todavía uso, casi treinta años después.
La remesa era una caja de tamaño y peso moderado, con pertrechos patrios perdurables: arroz Florhuila, harina de maíz, café, arequipe, bocadillo, achiras y... frunas. ¡Frunas! ¡Había olvidado el nombre de esos chicles que sí se podían tragar dizque porque no se pegan al intestino! Luego de comentarles que lo único que les hacía falta era una garrafa de ron Viejo de Caldas y un par de botellas de Colombiana pa’ hacer refajo, desestimaron el ron, admitieron la refrescante frescura del refajo y me ofrecieron arequipe y bocadillo para tramar a mi casero de años, Mike, con los sabores de la Colombie.
Dicho y hecho: terminada la hecatombe de ropa vieja, subimos a ofrecerle a Mike un trozo de bocadillo con arequipe. El gesto de Mike, la mueca, la contorsión de pavoroso empalago con la que frunció rostro y cuerpo en el momento en el que sus papilas gustativas estallaron al masticar esa bomba de azúcar, fue uno de esos momentos trágicos de intercambio cultural bien intencionado, pero totalmente fallido. Bueno, dijo, con británica corrección y reserva, poniendo sobre la mesa nuestro Caballo de Troya: it must be an acquired taste, pero, gracias de todos modos.
¿Que entre gustos no hay disgustos? Por Dios, todos los disgustos son entre gustos, adquiridos o no: quien no aprende a tomar ‘aguapanela’ con limón o Pony Malta antes de los siete años, no aprenderá a tomarlas nunca, como no se trate de esa prisa de adultez que en la adolescencia nos conduce a tantos a las glorias inmundas de quesos podridos, aceitunas y tragos.
Entra, pues, la voz disidente de mi hermano, abogado y chef: “discrepo, nada que un pájaro pique con gula (bocadillo, arequipe) puede llamarse ‘gusto adquirido’”. Pregunto, entonces: ¿jamás arremetería un pájaro, pico en ristre, contra una aceituna rellena o una galleta saltina pringada con caviar? Queda la pelea casada... y no precisamente una de toche contra guayaba.
Juan Manuel Pombo
Profesor y traductor
juamanpo@yahoo.com
columnista
Entre gustos sí hay disgustos
Tan dilatados como fueron los diálogos, una cosa es cierta: nunca se había llegado tan lejos con las Farc.
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Juan Manuel Pombo
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