La economía brasileña ha venido consolidándose como una de las más fuertes a nivel global, y, al tiempo, ha implementado exitosamente una serie de programas focalizados (transferencias condicionadas) y generales (cambios en las leyes laborales) para reducir la desigualdad y pobreza que la caracterizaron en las últimas décadas. No obstante, empiezan a surgir tensiones provenientes del inconformismo de una parte de su población con los resultados obtenidos.
A propósito de la reducción de la desigualdad, los servicios empezaron a subir su precio de manera considerable hasta el punto que para las clases medias altas, acostumbradas a disfrutar ayudas domésticas y de mano obra barata, este tipo de políticas empezó a tornarse inconveniente. Su canasta de bienes y servicios empezó a subir, generando presiones sobre sus ingresos laborales. Para muchos, la reducción de la desigualdad empieza a tener un precio alto en sus bolsillos y decisiones de consumo, como resultado de mayores salarios entre los más pobres.
Como en todo proceso económico o político, aparece un detonante que coordina las percepciones descentralizadas de las clases medias y bajas sobre el o los inconformismos frente a algún aspecto fundamental, como el presupuesto familiar. El ‘florero de Llorente’ fue la oportunidad de hacerse visible ante los medios mundiales –con la presencia de los medios de comunicación encargados de informar sobre la Copa Confederaciones– y protestar por los incrementos en los precios en el transporte local.
Si bien Brasil tiene en varias de sus principales ciudades transporte público colectivo de alto costo (hasta 2 dólares por trayecto, muy por encima del promedio latinoamericano); desde hace algún tiempo, el ingreso laboral promedio no ha subido a la misma velocidad.
En este orden de ideas, la población sale a las calles en busca de soluciones sobre este problema, pero aprovechando para ‘pescar’ sobre otros temas como la oferta de salud y educación, la reclamación por las altas inversiones en infraestructura para los eventos deportivos venideros y, como es costumbre en América Latina, por la corrupción política.
No obstante la derogación de las alzas del transporte, las protestas no cesan, porque la población local percibe que es su momento de protestar como derecho democrático, con considerables problemas para la economía. Dado ese crecimiento desbordado en la participación en las marchas, el espacio para el vandalismo aparece con consecuentes problemas en los negocios locales, y en materia de heridos y muertos.
Los precios seguirán creciendo por el resto del año. La finca raíz hará lo propio en las principales ciudades. Los gobiernos locales deberán replantear sus opciones de financiamiento. El temor es que, luego de la Copa del Mundo del 2014, venga un ajuste de precios que lleve a la economía a adoptar políticas altamente contraccionistas y deterioren el empleo. No es nuevo que ocurra esto, después de grandes inversiones en infraestructura.
Cómo afronte este tema el Gobierno Central es el reto, puesto que el año que viene hay elecciones, y aún luego de tantas marchas, el partido de Gobierno tiene todavía un buen ahorro entre los electores. Mientras tanto, queda el interrogante sobre cuál es el precio que se debe pagar por la reducción en la desigualdad cuando las políticas se orientan a mejorar ingresos de los más pobres y no hay una ‘pedagogía’ sobre la población que incentive el cambio de patrones de consumo.
Luis F. Gamboa
Profesor de la Universidad de Rosario
lfgamboa@gmail.com