“El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral. “Martes cuatro de octubre”, pensó; y dijo en voz baja: “San Francisco de Asís””. Con estas palabras comienza
La mala hora, de García Márquez; y con ellas inicié yo el día martes cuatro de octubre de 2016. La extraña coincidencia me estremeció y me impidió soltar el libro hasta cuando lo terminé, el día en que el presidente Santos ganó el nobel. Creo que lo que cuenta la novela no nos debería ser indiferente.
Es tiempo de paz en el pueblo y las instituciones políticas y judiciales despiertan de un letargo de décadas. La única institución que se ha mantenido activa ha sido la Iglesia. El padre Ángel, adalid de la moral, ha luchado incansable contra la pérdida de los valores y las buenas costumbres. Por su incansable trabajo, el pueblo es ahora, aunque pobre, honesto. Ya no hay sino pocos concubinatos, la iglesia está a reventar cada domingo y las películas de cine son catalogadas desde “buenas para todos” hasta “malas”, según su grado de inmoralidad. Todo está en orden: las luchas políticas han cesado, ya no hay guerrillas en el monte, las familias se conservan intactas. Entonces llegan los pasquines.
Pocos mecanismos literarios me interesan tanto como los pasquines. Escritos anónimos que se fijan en lugares públicos, de carácter satírico y contenido político o personal, los pasquines son amenazadores del orden y desestabilizadores del poder. Volvieron loco, por ejemplo, al pobre Supremo, el dictador perpetuo en la monumental novela de Roa Bastos. En el pueblo de La mala hora, después de años de conflicto entre los partidos políticos disputándose el poder y la guerra de guerrillas colándose por todas partes, unos papelitos burlones pegados en las puertas de la gente decente, logran desarticular la aparente paz del pueblo.
Gracias a la alarma que despierta los pasquines y su “terrorismo en el orden moral”, el alcalde vuelve a la alcaldía, el juez al juzgado y las familias a recluirse en su casa a las ocho de la noche tras el toque de queda. La pasquinada acaba con la ilusión de sosiego, levantándose como una voz de protesta ante la farsa de la moral, el orden y la paz. A causa de los pasquines una pareja de hombres armados en cada esquina vela, otra vez, “en favor de la paz social”.
No tengo una moraleja sobre la historia, simplemente el asombro que despierta leer un libro sobre la paz, el poder, la moral y la comunicación anónima e insidiosa, en estos tiempos de crisis social. Ya otros lo han dicho, pero insisto en el carácter casi profético de la obra de García Márquez. Solo espero que quien lea La mala hora no se deje afligir por un vaticinio pesimista, sino que sepa leer en las palabras del primer nobel rasgos de una Colombia que no podemos (volver a) tener.
Marcela Junguito Camacho
Rectora del Gimnasio Femenino
columnista
La mala hora
Insisto en el carácter casi profético de la obra de García Márquez. Espero que quien lea La mala hora no se deje afligir por un vaticinio pesimista.
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Marcela Junguito Camacho
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