Eugene le dejó la empresa a su yerno –y no a su hija–, lo cual “dice mucho de la clase de hombre que era Phil”, comenta otro hombre. Ben, replica: “más bien dice mucho de la clase de tiempos en que vivimos”. Escena The Post, refiriéndose a Eugene Meyer, fundador de The Washington Post.
Imaginé un diálogo similar del próximo domingo en la tarde en cualquier casa. Algo como “el hecho de que el ungido por los copartidarios haya sido el brillante y joven Iván –y no la inteligente y curtida Marta Lucía– dice mucho de la clase de hombre que es”. La réplica podría ser la misma de Ben. Solo que aquello pasa en 1971 en EE. UU. y esto en el 2018 en Colombia.
No tengo nada contra Iván Duque, quien, de hecho, me parece un candidato de lujo, digno de ocupar el solio de Bolívar. Su partido, además, es hoy dirigido por una batalladora mujer. Mucho menos contra los hombres. Con patéticas excepciones, he estado rodeada de los mejores. Lo que sí tengo es todo en pro de que, si no es ahora, pronto podamos reconocer que tenemos mujeres dignas de lo mismo. Ahora bien, no es que en EE. UU. desde entonces se haya avanzado enormemente en la materia, pero al menos el año pasado pasaron dos cosas importantes: por un lado, tuvieron una mujer con serias posibilidades de ganar la presidencia y, por otro, revivieron una eterna, pero acallada lucha femenina, desatando en el mundo una ola de visibilización de los históricamente ocultados y tolerados abusos físicos y psicológicos en su contra.
Colombia no fue ajena a ello y varias valientes mujeres hicieron lo propio. Por obvias razones, la contienda electoral relevó en protagonismo, pero ahí –como en casi todo–, aunque en la cresta de la ola los hombres candidatos salieron corriendo a buscar ‘su mujer’ –ya hay dos candidatas a la Vicepresidencia, otro par de candidatos a la caza y, seguramente, el domingo se confirmará el matrimonio Duque-Ramírez–; también se hizo evidente que, con contadísimas excepciones, los hombres de este país y –desgraciadamente– muchas mujeres, están lejos de digerir la posibilidad de tener una mujer presidenta.
A Claudia López se le critica su forma de expresarse, el volumen de su voz y su forma de vestir, y en sus versiones más rastreras, hasta el ser homosexual. De Marta Lucía se decía que hablaba mucho y en circunferencia. A Clara no me referiré porque, pareciéndome una mujer inteligente, en su paso por el Ministerio de Trabajo, flaco favor le hizo a la creación de empleo, en particular femenino. Además, creo que De La Calle se equivocó ‘haciéndola su mujer’, pues no le hace contrapeso a sus debilidades, se las exacerba.
Marta Lucía ha moderado sus tiempos y mejorado su síntesis. Ahora habla de forma serena, clara y sobre todo, menos. Bien por ella. Pero, igual, hoy pocos creen que su foto ocupará cuadrito presidencial en el tarjetón de mayo. Claudia sigue hablando como ella habla: duro, directo y con la vehemencia a que dan derecho los argumentos claros y bien estructurados. Y ¿qué tiene eso de malo? Que es mujer. Homosexual además.
Tremendas discapacidades. Tanto Claudia como Marta Lucía tienen más que mérito y capacidades para dirigir un país, y lo harían igual o mejor que la mayoría de los hombres candidatos. Percibo, además, que de ellas puedo esperar mucho más no solo en eficiencia, sino en transparencia.
Pero, sí, estamos bien lejos de elegir a una mujer presidenta. Y lo estamos fundamentalmente porque aquí seguimos llenos de Harveys Weinsteins, en todas las esferas de la vida diaria (y en todos los estratos), que por lo general son los mismos en unas y otras: el maltratador doméstico casi siempre es también maltratador laboral, así como el que desprecia a las mujeres candidatas es el mismo que desprecia a su propia mujer. Están, a su vez, las mujeres que critican a otras por su tono de voz o su forma de vestir, que por lo general son las mismas que consideran que si sus esposos las insultan o les pegan es porque ellas dieron motivos, las que consideran que ir al gimnasio y exhibir los resultados es mucho más meritorio que ir a estudiar y exhibir valía, y sus correspondientes machos que consideran lo mismo porque lo primero les da ‘hombría’ y lo segundo pavor, y así.
En fin, vamos regular porque seguimos pensando, como comprobamos recientemente, que para evitar el acoso hay que prohibir las faldas. Y que promover la igualdad es aprobar leyes dando prebendas laborales a las mujeres para que tengan tiempo de atender adecuadamente el hogar (!), en vez de promover el equilibrio de responsabilidades entre hombre y mujer en el hogar y con los hijos (resultado: el mercado laboral cada vez evade más la contratación de mujeres). Pero para esto no hay leyes, sino cambios culturales que, además de lentos, no convienen a muchos.
No obstante, si tan solo las mismas mujeres fuéramos conscientes del poder que tenemos de mover el mundo siendo solidarias unas con otras, la cosa sería a otro precio. Marta Lucía o Claudia podrían aspirar a ser presidentas, tal vez Jineth jamás habría pasado por lo que pasó, de pronto Rosa Elvira Cely aún viviría, y tal vez los hombres, conocidos o anónimos, pensarían dos veces antes de maltratar a una mujer, en cualquiera de sus formas. Y sí, tal vez las mujeres podrían escoger no meterse o reincidir con uno que ya saben maltratador. Porque quienes olvidan que fue una mujer la que los trajo al mundo, no deberían tener la fortuna de tener ninguna a su lado.
¿Cuánto nos falta para eso? No lo sé. Por ahora, le pido a Harvey Weinstein que no muera, que siga vivo muchos años para recordarnos cada día que las Marta Lucías o las Claudias, o cualesquiera otras, no solo podemos ser presidentas de la República, sino mucho más: traer al mundo hombres decentes. Tan hombres que no necesiten maltratar, someter ni violar mujeres para sentirse tales.