Terminó el Mundial para Colombia y con él se acabó nuestra alegría colectiva. Ahora estamos sumidos en una infinita tristeza, también colectiva, lo que no es poca cosa para un país como el nuestro. ¿Hace cuánto no nos alegrábamos y nos entristecíamos al unísono? ¿Hace cuánto no nos poníamos todos la misma camiseta? Podría decirse que hace cuatro años, desde el Mundial pasado.
Una obviedad: el fútbol produce fenómenos sociales fascinantes, sobre todo en este lado de la tierra. Hace poco la revista The Economist, especulaba acerca de por qué el Mundial de Fútbol despierta más pasiones en América Latina que en otros lugares. De acuerdo con la Fifa, cinco de los siete países cuyos hinchas compraron más boletas para el actual torneo, además de Rusia, fueron latinoamericanos: Brasil (73.000), Colombia (65.000), México (60.000), Argentina (54.000) y Perú (44.000).
Las hipótesis de The Economist son interesantes, pero insuficientes. La revista afirma que el fútbol es una de las pocas cosas en las que los latinoamericanos tenemos una categoría mundial: con apenas 9 por ciento de la población, la región tuvo la cuarta parte de los equipos de la fase de grupos. Además, dice que no es raro que una fiesta colectiva como el fútbol tenga tanta acogida en una cultura tan dada a la celebración, y agrega que se trata de un camino para la superación en una región con tantas carencias.
Pero hay otra razón muy importante por la que el fútbol es tan importante para nosotros: es la mejor manera que tenemos de sublimar nuestros impulsos tribales. Los humanos somos una especie singular en el Reino Animal: tenemos fuertes impulsos individualistas, pero debemos trabajar colectivamente para sobrevivir. Las escasas posibilidades que tiene un ser humano aislado en un medio hostil explican la importancia de las tribus y las colectividades en nuestro paso por esta tierra.
Uno de los rasgos maravillosos del deporte, en general, y del fútbol, en particular, es que constituye una manera ideal de sublimar los instintos tribales. Allí están todos los elementos de la guerra: los uniformes, los himnos, las banderas y el propósito de luchar por un país. Pero en lugar de protagonizar una confrontación sangrienta, los futbolistas luchan alrededor de un balón y los hinchas rugen a su alrededor.
Pero los instintos gregarios dan para mucho más que para recrear batallas. En varios países han permitido construir sociedades cohesionadas, donde la noción de lo público tiene un valor supremo y el Estado favorece a la mayoría. En contraste, las sociedades latinoamericanas que han estado fracturadas tarde o temprano caen en una trampa de la que es difícil salir, como lo muestran los casos recientes de Argentina y Venezuela.
Los colombianos llevamos por lo menos ocho años fomentando la polarización y erosionando el valor de lo público, mientras crecen la desigualdad y la exclusión, y los avivatos se roban el Estado. Si no somos capaces de reconstruir un propósito colectivo, no se superará ninguno de esos problemas y tampoco se recuperará la alegría de la tribu.