Estados Unidos está librando una guerra comercial en cuatro flancos: el tratado comercial Nafta con México y Canada; China; el acero y el aluminio, y la Organización Mundial del Comercio. Pronto abrirá un quinto flanco: una guerra en la cual el arma es el arancel y la munición se mide en billones de dólares.
En el Nafta, Trump trazó dos líneas rojas que pueden dar lugar a su fragmentación: la cláusula nuclear según la cual el Nafta solo tiene un término de cinco años –prorrogables mediante negociación– y que el salario para la fabricación de vehículos sea superior a US$15 por hora –el salario promedio en México es US$4 por hora–.
Como Canadá y México están haciendo llave, Trump quiere negociar con cada uno por separado. Para amedrentarlos les ha dicho que si el Nafta se acaba es malo para México y para Canadá, pero es bueno para EE. UU.
El frente con China es el más rudo. El Tío Sam juzgó y condenó a China por robo masivo de propiedad intelectual y la sancionó con alza de aranceles para un comercio con valor de US$50 billones y China le respondió con otros US$50 billones. Trump aumentó la apuesta nueve veces, solicitando que le pasaran una lista de productos chinos hasta completar US$500 billones. China se está quedando sin munición, pues sus exportaciones a Estados Unidos valen US$150 billones.
En la guerra del acero y el aluminio, Trump doblegó a Argentina, Brasil y Corea: les negoció cuotas de exportación. Corea pagó más: le concedió a EE. UU. 20 años adicionales para iniciar la desgravación de camiones livianos, y amplió la cuota de vehículos que pueden ser exportados con los estándares de seguridad de EE. UU. Australia la sacó más barata: se dice que su amigo golfista y constructor de campos de golf, Greg Norman, actuó como emisario de buena voluntad del gobierno australiano y no le pusieron cuota de exportación.
Seis países contraatacaron incrementado los aranceles a las exportaciones de EE. UU.: Canadá castigó un comercio por el equivalente a US$12,5 billones; Unión Europea, US$2,8 billones y U$3,6 billones más tarde; México, US$3 billones; Turquía, US$1,8 billones; India US$10,6 billones, y China US$2,7 billones. Los países que castigaron un volumen de comercio mayor, lo hicieron con incrementos arancelarios más bajos. Todos le apuntaron al comercio agrícola y a las exportaciones de estados donde Trump tiene apoyos fuertes.
Trump es un negociador que se comporta como un jugador de póquer: duplica o quintuplica la apuesta para doblegar al adversario: “Tenemos ventaja porque ellos comercian más con nosotros que nosotros con ellos, no hay manera de perder”, sostiene. Para subir el arancel de los vehículos del 2,5 al 20 por ciento, le solicitó al Departamento de Comercio que certifique que el déficit comercial en carros atenta contra la seguridad nacional. La justificación de la seguridad nacional es ridícula: “Para tener un ejército fuerte se necesita un buen balance comercial”.
La OMC es otro teatro de operaciones: seis países demandaron las medidas arancelarias de Trump ante el Órgano de Solución de Diferencias, última instancia para la solución de las disputas comerciales. Y EE. UU. ha respondido que no se puede impugnar medidas adoptadas por seguridad nacional. Además, está a punto de paralizar dicho Órgano: no permite que se inicie el proceso de llenado de vacantes; en octubre del 2019 solo contará con tres jueces y en diciembre del 2019 con dos (cada caso debe ser atendido por tres jueces).
El presidente Trump está buscando un casus belli para retirarse de la OMC. “La OMC es una catástrofe; perdemos todos los casos; no tenemos los jueces”, dice. Si la OMC se declara competente para juzgar sobre la legalidad de las restricciones comerciales adoptadas por seguridad nacional, le dará la oportunidad a Trump de alegar que la OMC atenta contra la seguridad nacional de Estados Unidos.
Diego Prieto
Experto en comercio exterior