Su nombre es Samuel, no Mark. Y su apellido no es Twain, es Clemens. Pero lo conocemos como Mark Twain, en sus novelas y algunos otros escritos. Uno de ellos, de los más irónicos, es La decadencia del arte de mentir, ensayo que presentó para un premio que nunca aceptó. La idea fundamental es que todos mentimos de manera constante, pero mentir bien implica el ejercicio virtuoso, de manera cuidadosa y diligente, de ese arte. Cuando no se ejerce de forma consistente, somos testigos de su decadencia, se hacen evidentes sus desafueros y se derrumba la magia de la estructura de las relaciones humanas.
¡Tremendo argumento! Cuando repasamos el origen y la justificación de buena parte de las instituciones que enmarcan nuestras acciones y creencias, hay una buena dosis de retórica que a veces se confunde con la mentira. Sobre todo, cuando se hace evidente la distancia que existe entre la justificación de su existencia y la práctica de sus acciones.
Por años, la gente ha creído en las iglesias para salvarse, en los ejércitos para protegerse, en las constituciones y las leyes para regularse, en las elecciones para escoger a los mejores líderes políticos, en la justicia para resolver los conflictos, en los medios de comunicación para conocer la verdad, en los maestros y universidades para aprender, en las familias para contar con un entorno de estabilidad afectiva.
Formar parte de ciertos grupos sociales hace que nos sintamos mejores, superiores o más seguros de sí. En el “nosotros” de esos grupos las personas se sienten cohesionadas, orgullosas. Como quien se siente católico o protestante, de Santa Fe o del Juventus, paisa o andaluz, de Stanford o del Icesi. Y por el hecho de sentirlo, encuentra seguridad interior.
En ocasiones, la excesiva complacencia de las propias capacidades o características del grupo es lo que podríamos llamar narcisismo social, que, a veces, se convierte en fuente de desprecio por los que no hacen parte.
Muchas de esas seguridades se están desvaneciendo de forma acelerada. Las iglesias escandalizan a sus fieles; las leyes son fuente de arbitrariedades; los que nos deben proteger amenazan; los jueces replican las injusticias o las promueven; los medios diseminan la parcialidad y la mentira; los maestros abusan; entre los nuestros hay quienes nos defraudan.
Nos hemos quedado solos, completamente solos. Es el fin de la pertenencia que da orgullo. Es una época de sospecha, de escepticismo, de pérdida de referentes. Nos sentimos abandonados a nuestra propia suerte.
En esta transición, al minarse la legitimidad de las instituciones convencionales, pasaremos años de ansiedad y desarreglo social. Con el tiempo, quizás, se logrará un reacomodo que permita una convivencia menos caótica, más sosegada.
El fin del narcisismo social nos regresa a la búsqueda de la autonomía individual, al valor del criterio propio abierto a la duda, alejado de los argumentos de autoridad, de la tradición o de la pertenencia. A lo mejor por ese camino nos va mejor.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia