¿Quién decide cuándo es la hora de morir? Es curioso que la muerte, uno de los momentos más determinantes de la existencia, parezca depender de la voluntad de alguien ajeno a nosotros mismos.
O al menos así era hasta hace poco. Esto está cambiando. No hace muchos meses, dos de los intelectuales más influyentes del momento se reunieron para conversar acerca de la muerte y la posibilidad de decidir cuándo morir. Uno de ellos, sicólogo y premio nobel de economía, David Kahneman, y el otro, pensador y escritor, Yuval Harari. En la charla, surgió la idea de cómo en la actualidad la enfermedad, el envejecimiento y la muerte se miran como problemas técnicos. A lo largo de la historia estos temas se trataron como problemas metafísicos, algo decretado por los dioses. Siempre se pensó que vencer la enfermedad y la muerte era algo absurdo, imposible de lograr, por fuera de nuestro alcance.
Pero hay una nueva actitud que consiste en tratar el envejecimiento y la muerte como problemas técnicos, básicamente similares a cualquier otra enfermedad, como el cáncer, el alzhéimer o el párkinson. Puede que aún no se conozcan todas las opciones y todos los remedios, pero en principio la gente se muere por motivos técnicos, no metafísicos. En épocas anteriores era común pensar que una persona moría porque aparecía el ángel de la muerte llamando a la puerta, porque era el momento previsto por Dios o el destino.
Hoy en día es más común pensar que uno se muere porque el corazón deja de latir, o porque el cáncer se extiende por órganos vitales. Esta manera de pensar se está consolidando en círculos científicos. “Estos son problemas técnicos y, en esencia, deberían tener una solución técnica”, argumentan.
Ello tendría múltiples consecuencias y algunos efectos perversos. Sin duda, solo con imaginar que podemos vivir 150 años o más, empezaríamos a cuestionar hábitos comunes como ejercer una misma profesión durante todo ese tiempo, pensaríamos cómo disfrutar la convivencia con nuestros tataranietos y lo alucinante que sería experimentar de primera mano los avances o acontecimientos que se verían un siglo más tarde.
En cuanto al lado perverso, como señala Harari, algunos millonarios del planeta han empezado a pensar que, por primera vez en la historia, si se es lo suficientemente rico, quizá no tenga que morir. Ello conllevaría a que en unos años los pobres se sigan muriendo y los ricos no. La desigualdad impactaría ahora no solo sobre cómo se vive, sino también sobre el acto de decidir cuándo morir.
Por supuesto que la muerte se puede anticipar, como ocurre con el suicidio, con actos temerarios o vicios excesivos. Pero, sin duda, es un cambio de paradigma suponer que la muerte puede ser una decisión propia, individual, autónoma. Si eso llegase a ser posible para todos, la vida tendría otra dimensión. Ya no viviríamos para morir. Morirían solo aquellos que le abren la puerta a una muerte deseada o por complacencia, para morir ¡solo por puro gusto!
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia