Las juntas directivas, tan importantes en países desarrollados para impulsar la excelencia empresarial, han asumido, en nuestros contextos latinoamericanos, una actitud pasiva y, en algunos casos, complaciente de la alta gerencia. Esto ha impedido la proliferación de verdaderas empresas virtuosas y nos ha alejado del tan ansiado camino del progreso.
La culpa, sin embargo, no recae, en su totalidad, en las juntas ni en los miembros que las componen. Asuntos sistémicos como los bajos niveles de compensación, inciden en la actitud pasiva –a veces desinteresada– de los miembros de esas juntas. Otra explicación de ello tiene que ver con el entendimiento mismo que tenemos de ellas: las vemos como juntas de expertos.
Tiene sentido. Necesitamos asesores que nos ayuden a tomar las mejores decisiones. En un mundo empresarial tan competido, conviene tener el conocimiento más especializado para sobresalir. O, por lo menos eso pensamos.
En su libro Adapt: Why Success Always Starts With Failure, el reconocido economista y columnista británico Tim Harford, pone en duda la excesiva confianza que hemos puesto en los expertos. Harford cita un estudio adelantado en los años 80 por el psicólogo Philip Tetlock, que, por dos décadas, estudió el juicio de los expertos. Tetlock reunió más de 300 expertos y los sometió a una serie de pruebas para determinar qué tan acertadas eran sus predicciones de eventos futuros en el área de la política y la economía. Los resultados fueron sorprendentes.
Aunque los expertos efectivamente obtuvieron mejores resultados que el grupo de control compuesto por universitarios, su desempeño no fue bueno bajo estándares objetivos, y sucedió algo contraintuitivo: el desempeño entre expertos no varió mucho. Es decir, el experto en Rusia tuvo una predicción sobre Rusia más o menos igual de acertada a la que tuvo el de Canadá.
La conclusión de Harford es sencilla: estamos más ciegos de lo que creemos. La mera experticia no es suficiente para resolver los problemas complejos que enfrentamos. ¿Cómo podemos, entonces, atacarlos?La respuesta puede decepcionarlo. Es tan básica y antigua como la humanidad misma, a través del proceso más humano de todos: la prueba y error.
La lógica es que si los problemas son complejos, imposibles de dimensionar antes de enfrentarlos y, a su vez, tienen una naturaleza cambiante, de nada sirve el mejor plan. Lo que funciona es tener la capacidad de ajustar ese plan a medida que se intenta solucionar una situación. ¿Saben quiénes son muy buenos en ese proceso de probar, evaluar resultados, interpretar, y reajustar? Los emprendedores.
No estoy diciendo que hay que llenar nuestras juntas directivas de emprendedores –aunque creo que sería una apuesta acertada integrar ese tipo de perfiles y perspectivas–. Lo que creo es que hay que cultivar, en nuestras juntas directivas, una actitud de emprendedor. ¿Qué tal si empezamos a ver los planes estratégicos no como las respuestas correctas, sino como hipótesis flexibles que pueden variar para mejor atacar un problema complejo?
La experticia y la actitud emprendedora no son asuntos excluyentes. Son, de hecho, ideas complementarias. La experticia de los miembros de juntas directivas es un valor agregado indiscutido para las empresas, pero vale la pena entender que no basta para resolver los grandes retos que hoy enfrentan. Conviene sumarle actitud de prueba y error, actitud proactiva. Juntas proactivas, con expertos que cultiven la mentalidad emprendedora, que exijan y aporten a la excelencia de nuestras empresas: ese es el ideal. Por ahora, simplemente, el sueño.
Felipe Gómez
Conferencista
felipe.gomez@me.com