Podría decirse que tras el fuerte sismo de comienzos de la semana que tuvo su epicentro en Wall Street, y cuyas réplicas se sintieron en todas las latitudes, la calma no regresa del todo. Ayer, los índices bursátiles oscilaron entre el rojo y el negro, y aunque la volatilidad disminuyó de forma importante, el nerviosismo continúa presente, por lo cual no existe una tendencia definida.
Los especialistas dicen que aún es temprano para decir que la emergencia terminó. Cada vez hay más voces que señalan que una corrección era justificable, pues los múltiplos de precio sobre utilidades se encontraban en un punto inusualmente alto. Dicho de manera coloquial, el mercado estaba ‘caro’.
En términos prácticos, el retroceso es manejable, pues se borraron los avances del año que habían oscilado entre 4 y 6 por ciento, en la mayoría de las plazas. Para quien hubiera invertido meses atrás, el balance sigue siendo muy favorable, sobre todo si se compara con otras alternativas de similar calibre.
Pero más allá de las cuentas de cada uno, tal vez lo más relevante es que el equilibrio de riesgos es distinto ahora. La expectativa de aumento en las tasas de interés en Estados Unidos, orientada a limitar las presiones inflacionarias, forma parte de la nueva realidad. Como consecuencia, el atractivo de los bonos es mayor que el de las acciones, a pesar de los buenos resultados empresariales.
Debido a ello, es difícil que en el corto plazo se superen los récord de valoración establecidos a finales de enero en Nueva York. Si eso quiere decir que el dinero se va a ir a otras bolsas, a la renta fija o a los mercados de bienes primarios, es imposible de pronosticar.
Sin embargo, que los vasos comunicantes existen, es algo que no tiene discusión. La caída cercana al 8 por ciento en la cotización del barril de petróleo es una muestra de que cuando llega la nube, el panorama general se oscurece. Para volver a la figura del clima, es factible que después de la tempestad, la lluvia todavía siga cayendo.