La noticia según la cual han aumentado las probabilidades de un repunte importante en los precios del petróleo, obliga a que Colombia se mire en el espejo con el fin de observar cómo le iría en un escenario de bonanza. El primer diagnóstico es que la posibilidad de beneficiarnos de una eventual llegada de las ‘vacas gordas’ es relativamente baja.
Y es que somos víctimas de las debilidades estructurales de siempre. La más notoria es nuestro bajo nivel de reservas recuperables de crudo. Si bien en el marco del proceso de empalme la administración Santos calificó como un logro la capacidad de producción de hidrocarburos, la verdad es que los inventarios con que cuenta el país son bajos.
De acuerdo con las cifras oficiales, las reservas el año pasado llegaron a 1.782 millones de barriles de crudo, que equivalen a 5,7 años. Es verdad que los guarismos mencionados superan los 5,1 años del 2016, pero eso sucede, en parte, porque en ese momento el escenario de extracción era más elevado.
Además, con la mejora reciente en los precios internacionales hay un número importante de yacimientos que logran volverse factibles desde el punto de vista económico, porque la línea de corte es diferente. Lo anterior no es necesariamente mérito de la política oficial, sino de las circunstancias del mercado.
Por tal razón, vale la pena aceptar que seguimos con dificultades, sin que las perspectivas sean muy alentadoras. Qué la Agencia Nacional de Hidrocarburos no haya entregado en los últimos cuatro años ningún bloque nuevo para que sea desarrollado es un campanazo de alerta que merece ser escuchado por el gobierno entrante.
El motivo es que el fantasma de la pérdida de la autosuficiencia en materia petrolera sigue rondando por ahí. Y si no se reactiva la actividad exploratoria corremos el riesgo de que un aumento en el valor de los insumos energéticos nos encuentre sin capacidad de respuesta, quizás por creer que estamos mejor de lo que dicen las cifras.