Mientras avanza el reloj y llega el momento en que la Casa Blanca le imponga a China las sanciones comerciales que anunció la semana pasada, con el propósito de disminuir el déficit que registra Estados Unidos en el intercambio con la nación más populosa del planeta, los analistas no dejan de inquietarse por saber cuál es el siguiente paso. Es claro que Pekín piensa responder con la misma moneda, pero en una escala mucho menor, con lo cual alguien todavía muestra moderación.
No obstante, lo que está verdaderamente en duda es el conjunto de reglas adoptadas después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Al regirse por normas similares, los países hablaron un lenguaje similar, no solo a la hora de otorgar concesiones, sino de resolver sus conflictos. Ahora, la validez de esos mecanismos está en duda, y sobre las normas que defiende la Organización Mundial de Comercio se cierne un interrogante.
Lo anterior no quiere decir necesariamente que el intercambio de bienes y servicios entre las más diversas latitudes se vaya a acabar. En muchos casos, la globalización es algo irreversible, entre otras razones porque devolverse a los tiempos de las economías cerradas sería tan costoso que los propios consumidores se rebelarían.
El problema central es que los grandes comiencen a hacer trampas abiertamente, ya sea al momento de no dejar entrar ciertos artículos o de vender otros a precios subsidiados. Para los países más chicos, pertenecer a la OMC es una garantía de que hay una instancia a la cual acudir si se detectan abusos.
No obstante, si la entidad multilateral pierde su legitimidad debido a que se ignoran los pronunciamientos que hace, la otra opción es la de actuar de forma unilateral. Es de esperar que no lleguemos a ese punto y la sensatez se imponga, pues está demostrado que a la economía mundial le va mejor si el comercio internacional es vigoroso. Pero para que ello suceda, hay que jugar limpio, sin querer ganárselas todas. Y eso no pasa cuando el Tío Sam decide pintar la cancha de la manera que más le conviene.