Tal como lo hacía pensar el clima de polarización imperante en España, la semana que termina trajo consigo la mayor crisis política desde el retorno de la democracia a ese país hace cuatro décadas. No de otra manera puede calificarse la decisión del parlamento catalán de declarar la independencia y la casi inmediata respuesta de Madrid que incluyó la disolución de ese cuerpo, la destitución de una serie de funcionarios y la convocatoria a elecciones en dos meses.
La consecuencias se sintieron de manera inmediata sobre los indicadores económicos. Aparte de que la bolsa cayó y el descuento de los bonos de deuda aumentó, todo apunta a que la estampida del sector privado continuará. A la fecha, cerca de 1.700 empresas han trasladado su sede principal desde Barcelona y demás ciudades del área a otros territorios españoles.
El motivo no es otro que la incertidumbre política que solo tiende a aumentar. Más allá de los pedidos de calma del gobierno de Mariano Rajoy, es ilusorio pensar que la intervención tenga un tránsito tranquilo. Para comenzar, están los activistas en la calle, dispuestos a impedir que ciertas decisiones se implementen en la práctica. A lo anterior se suma la eventual negativa de las personas destituidas a abandonar sus cargos y la incógnita sobre lo que puede hacer la policía local.
Además, está el peligro de que la violencia haga su aparición. Los llamados ‘ultras’ son una amenaza que solo aumenta en una coyuntura de desgobierno, cada vez mayor.
Mientras la situación evoluciona, Europa sigue expectante. Hasta ahora el mensaje de compromiso hacia España es contundente, pero una repetición de las escenas de represión de comienzos del mes pueden influir en la opinión del continente.
Así las cosas, hay que hacer votos para que la sensatez triunfe y las diferencias puedan arreglarse de manera pacífica. Lamentablemente, lo ocurrido de manera reciente no deja espacio para el optimismo pues lo que va mal, puede ser mucho peor.