El descontento con el pénsum de sociales en los colegios de Colombia dio lugar a la aprobación reciente de una ley sobre la enseñanza de la historia, que tampoco satisfizo. La oposición de técnicos de Mineducación desfiguró el texto. Lo cierto es que la historia de Colombia ya no se enseña a los niños y toda una generación apenas si conoce la historia de su patria. Se salvan la bandera y el himno porque la portan y lo cantan las selecciones de fútbol.
Ciertos ideologismos le declararon le la guerra a la historia, a la de los documentos, porque el borrón y cuenta nueva era indispensable para moldear al nuevo ciudadano. Todo debe caber dentro de un salchichón prefabricado por el ritmo hegeliano de la historia. Y como no todo cabe, es imperativo desaparecer lo incómodo de la historia colectiva, que ya por esto lados va en 600 años, y en mucho más si se cuentan los ancestros locales.
Para los pueblos con historia recordada –criticada o reverenciada– ella es el ser que se confunde con la historia misma. En Colombia son los chimilas y los chibchas, Alonso de Ojeda y Jiménez de Quesada, Bolívar y Santander, y el 7 de agosto de la estratégica batalla, cuyo bicentenario está por celebrarse en el 2019. Y la de la República, cuyo pedestal es el respecto abstracto a la ley, así sea para violarla. No se tiene que estar orgulloso de todo, pero si saber que está ahí.
En buena hora la historia del Estado, la de los héroes (y los villanos), se ha diversificado para incluir la historia social y la económica, como también, por ejemplo, la de los afrodescendientes, la de la Iglesia y los siriolibaneses, y la de la todos los que reclaman su nicho en gran historia de Colombia. Todo ello contribuye a comprender qué es eso de ser colombiano.
A don Sancho Jimeno no lo iban a dejar sin historia. En su atalaya cartagenera donde resistía la invasión de piratas en 1697 lo inspiraba pensar cómo en las brumas de su pasado español Don Pelayo había derrotado a los moros en las cuevas de Covadonga. Aparte de que las historias de la historia son entretenidas, la historia misma es un elemento esencial del pertenecer. Y para que le sirvan al ser nacional es necesario conocerlas.
Se viven tiempos de preeminencia del hoy. No es gratis. La consigna de subcorrientes en la vida política de Colombia es primero olvidar y luego falsificar, que es lo mismo que construir el pasado a partir del presente. En ese carrusel se sitúan las llamadas comisiones de la verdad, cuya versión va del ayer de la memoria al presente de la política. Y la memoria, se sabe, está plagada de emoción, de prejuicios. No es un sólido cimiento para la historia, la de los documentos en pergamino o en piedra, también falsificables, es cierto, pero, sin la emotividad, más fáciles de decantar.
No que se desoiga la memoria, pero solo sí que se esté consciente de sus limitaciones cargadas de afectos. La recientemente extendida línea negra de los arahuacos para incluir “sitios sagrados” es un ejemplo de la memoria “oral”, tan susceptible de ser distorsionada para propósitos de ahora. De otra parte, uno de los peligros de subsumir la historia es quitar validez a la democracia, pilar de la nacionalidad, que anidó en América cuando todavía era una novedad en el mundo. Borrar, distorsionar o apropiarse de caricaturas de quienes la construyeron es apátrida.
Hay que devolver la historia a los niños y a los jóvenes sin dogmatismos, pero con hechos ciertos para recordar.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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