Hoy hace 30 años, en un jardín en Praga, se estaban dando los dolores de parto del nuevo orden mundial, el engendro de lo que ahora entra en su adultez y augura un fin traumático.
En la embajada de la República Federal de Alemania, en la entonces Checoslovaquia, se hacinaban miles de alemanes, ciudadanos de una republiqueta denominada República Democrática Alemana, bajo el férreo control del genocida Erik Honecker, quien poco tiempo después moriría en Chile. Allí obtuvo asilo para escapar con sus crímenes y con su propia Cilia Flores, Margot, quien fue durante 26 años ministra de Educación.
El episodio del jardín culminó el 30 de septiembre, cuando el ministro de Relaciones Exteriores de la RFA, Hans Dietrich Genschher, heredero del presidente fundador, Theodor Heuss, asomó al balcón anunciando que todos los ocupantes podrían tomar un tren que los llevaría a salvo a occidente, sin temer ser masacrados en la frontera.
En las semanas siguientes continuarían en las calles de Leipzig, Dresden, Berlín oriental y las demás ciudades de la cárcel comunista, las protestas de las noches de los lunes por la unidad. "Wir sind ein Volk", "somos un solo pueblo", era el lema de los que pedían la reunificación, arriesgando ser encarcelados o asesinados en las calles.
Lo demás es conocido: el otoño de 1989 terminó con una cortina de hierro derrumbándose desde el Océano Ártico, a lo largo de la frontera con Finlandia, hasta el Mar Adriático, y el golpe mortal a la bestia soviética se produjo en la noche del 9 de noviembre de ese imborrable año, cuando la guardia oriental del punto de cruce de la Bornholmer Strasse no pudo contener a un tumulto de ciudadanos que, a pie, decidieron ir a la iluminada y moderna Berlín occidental, a respirar libertad al otro lado del infame muro, construido en 1963.
A los pies del muro, en la sede del hoy parlamento alemán, el Bundestag, el Canciller Helmuth Kohl proclamó la reunificación en 1990, el 3 de octubre, que ahora es la fiesta nacional de Alemania. A pocas cuadras, en 1987, el Presidente Ronald Reagan había pronunciado su famosa: “señor Gorbachov, derribe este muro”.
En los meses siguientes a la caída del muro, fueron derrocados los regímenes de todos los países de la esfera soviética. Incluso, en Bucarest, en el día de Navidad, el dictador Nicolae Ceausescu y su propia Cilia Flores, Elena, fueron fusilados en un patio, por el que horas antes era su batallón de protección.
Desde entonces han caído muchos muros y barreras. Y los beneficios han sido inconmensurables: más comercio, más migración, más movilidad de los factores de producción. También fue puesto al servicio de la humanidad un arma militar: la red mundial, la internet. Comunicación y transmisión ilimitada de información, que permite estar en todas partes, a toda hora, generando riqueza y empleo sin barreras.
Treinta años han pasado desde la primavera oriental y el mundo es otro: creció, prosperó, y la Europa integrada se consolidó como potencia. Su modelo de democracia liberal, con algunas monarquías remodeladas, es la prueba de que es posible un orden de convivencia y crecimiento.
Bueno, hasta hace poco, que empezó a hacer presencia el populismo, el nuevo cáncer, que amenaza con corroer los cimientos del modelo. Y no solo en Europa. También en América Latina: chavismo, lullismo, moralismo, petrismo y tanto "ismo" disfrazado de un pretendido discurso "humano". Y, para colmos, también en Estados Unidos.
Unos 'republicanos' que nada tienen que ver con los del 89, los que acabaron con el comunismo. Unos nacionalistas que pretenden volver a las quemas del criminal KKK, a que en el sur pueda ondear impunemente la bandera confederada, a que a lo largo del Río Bravo y del desierto de Sonora, desde Brownsville hasta San Diego, se levante un monumental, carísimo e inútil muro de 3.145 kilómetros.
Este muro no podrá detener a los pobres que huyen de Centroamérica. Tampoco detendrá la cocaína que producen las lacras de la guerra en Colombia, luego de la legalización de Santos. Menos a los miles que llegarán de nuestro país cuando el populismo termine de destruirlo, si se apodera de él en 2022.
En los 30 años de la caída del infame muro de apenas 160 kilómetros, y de la cortina de hierro, que medía apenas unos 2.000 kilómetros entre Polonia y Yugoslavia, debería el presidente Trump reflexionar en que su plan de una cortina de acero es un desperdicio y que no tendrá una vida más larga que la efímera vida que tuvo la de los zares comunistas.
A Estados Unidos le convendría el flujo migratorio, el que pobló a ese país en el siglo XIX, el que le dio mano de obra barata en el siglo XX, y el que ayudará a cuidar a una población que va envejeciendo en las próximas décadas. El mismo que permitió que Frederich Trump, un adolescente de Kallstadt, del Palatinado alemán, migrara a Canadá y se estableciera en Benett, en Columbia Británica, donde se enriqueció hospedando, alimentando y facilitando un burdel a los mineros de la famosa fiebre del oro.
Y también debería pensar el presidente Trump en que el enorme muro que está construyendo al comercio, con la imposición de barreras arancelarias, está alimentando la recesión, destruyendo empleos en todo el mundo y creando, precisamente, las condiciones de hambre que refuerzan las presiones migratorias desde África y Asia hacia la Unión Europea y desde América Latina hacia el país que adoptó a su abuelo.
Sergio Calderón Acevedo
Economista