La RAE tiene tres acepciones para leguleyo: discutidor, persona que aplica el derecho sin rigor y desenfadadamente, y persona que hace gestiones ilícitas en los juzgados. Por mi oficio, y por una experiencia profesional de casi 40 años, en la cual me he cruzado con todo tipo de abogados, me atrevo a decir que lo que escupen las facultades de derecho son, fundamentalmente, leguleyos. Y muchos encajan en los tres conceptos. Por supuesto que hay grandes abogados y hay prestigiosas y limpias firmas, que ejercen el oficio con toda pulcritud y ética.
Pero hay otras llenas de pedantes socios y asociados que, desde su Olimpo, y pisando su juramento, como hicieron al validar el tal acuerdo, miran con desprecio a los que, según ellos, no tienen derecho a opinar sobre nada, porque “no son formados en leyes”. Pero no es solo su prepotencia, con la cual cobran honorarios en “dólares por minuto”, la que los hace pésimos profesionales. Es, ante todo, su espíritu de cometa, lo que los hace indignos de su credencial. Estos “jurisconsultos” se dejan llevar, sin resistencia, por la corriente de las normas procesales, para sacar a clientes de la cárcel, para hacer vencer términos, para descalificar dictámenes, a pesar de que saben, pero no lo dicen en voz alta, que sus clientes son culpables de todo tipo de crímenes y contravenciones.
Hay desde magistrados de las altas cortes que, al amparo de su fuero y su cargo, venden fallos. Y el castigo a sus fechorías, de especial gravedad, queda en el aire, porque sus abogados dilataron los términos y los dejaron, deliberadamente, vencer. Hay otros magistrados, en tribunales y juzgados, que carecen de imparcialidad, y amañan sus fallos a favor de políticos corruptos, como sucede con mayor frecuencia con todo lo que pretende hacer el alcalde de Bogotá, o con la financiación corrupta de una campaña, que ya va a prescribir.
Volviendo a los leguleyos, estos personajes, con sus despachos forrados en finas maderas lacadas, no tienen miramientos ni escrúpulos en guiar a sus clientes por los vericuetos del código procesal para lograr su exoneración. Internan a sus clientes en clínicas, los ocultan para aplazar los comparecimientos, inventan mil razones para que sus clientes jamás vean la cara de sus víctimas. Hasta destruyen pruebas, con amparo en normas absurdas.
Pero no son solo los tecnicismos procesales sus armas para ocultar la verdad e impedir la justicia. Son también los maestros de la adjetivación y de las coletillas. “Falso”, “ignorante”, “mentiroso”, “tendencioso”, “parcializado”, “toda vez que”, “ahora bien”, “como quiera que” y muchos estilos de redacción que buscan ocultar su capacidad de hallar la verdad y permitir la justicia, en todo su sentido, son herramientas de las cajas de estos licenciados.
Les diría a las facultades de derecho del país, en términos de una gran columnista, “dejen de parir” leguleyos. La reforma a la justicia empieza por reformar las facultades, seleccionar mejor al cuerpo docente, apretar los requisitos de ingreso y enseñar ética y moral, materias desvanecidas del pénsum.
Antonio Rocha Alvira, el Padre Gabriel Giraldo, Fernando Hinestrosa, y otros grandes formadores de abogados en Colombia, estarían avergonzados con la calidad de profesionales que hoy dominan el panorama. Paz en sus tumbas.
Sergio Calderón Acevedo
Economista