Decía el periodista Juan Gossaín la semana pasada, que en Colombia mueren anualmente 8.000 personas por el deterioro del medioambiente. Y recuerda lo que es innegable: “uno de los principales motivos de esa cifra lo constituyen las partículas emanadas de vehículos automotores”. También hay otros factores, como los venenos que utiliza la minería ilegal (y la legal también, como se demostró en Cerromatoso, por nombrar solo un caso).
Y hay que añadir: el combustible que más contribuye a las muertes prematuras y a las alergias e infecciones respiratorias, especialmente en niños y en ancianos, es el diésel. Ese veneno que está siendo prohibido en los países socialmente avanzados, en casi todos los de nuestro flamante club de ricos, la Ocde. Hasta en México, pues su Distrito Federal se está ahogando en la porquería del gasóleo, su verdadero nombre, y que está compuesto básicamente de parafinas.
Al producir combustión, contrario a lo que pasa con la gasolina, que se convierte en dióxido de carbono, agua y calor –eso me lo enseñó Julio Morales, mi profesor de química en el colegio–, el letal diésel produce óxidos de nitrógeno (NOx) de diferentes tipos. Y hasta aquí la lección de química, porque la que empieza es la de toxicología. Está comprobado que hay bacterias y virus que emiten este gas para atacar células sanas, en el proceso de invadir al organismo enfermo.
También está comprobado que tiene graves efectos ambientales, como la formación de lluvia ácida o la destrucción de la capa de ozono, que a su vez incide en más casos de cáncer de piel por la gran presencia de luz ultravioleta. Uno de los mayores deteriorantes de la capa de ozono fue el CFC, presente en los antiguos aerosoles, pero ahora es el diésel. Igualmente, está demostrado que la combustión del diésel produce magnetita, ahora asociada con el Alzheimer, porque esa partícula llega directamente al cerebro y se adhiere a su corteza, deteriorando aceleradamente la capacidad cognitiva.
El diésel es tan sucio y peligroso, que casi todos los productores de automóviles del mundo diseñaron trampas para que, durante las revisiones de emisiones de gas, el motor produzca menos contaminantes, pasando las pruebas, pero regresando el motor a su estado maligno una vez pisa la calle a la salida del taller. El famoso dieselgate ha ocasionado billonarias multas y varios carcelazos.
A pesar de la evidencia, y de las advertencias, hace dos semanas la empresa Transmilenio decidió renovar 1.400 buses de su flota. 461 tendrán motor de gas y 672 tendrán motor diésel. No importa si son Euro V, o Euro VI, o Euro MCMXCIX, o como se le quiera disfrazar, la señora María Consuelo Araújo demostró que no hizo la tarea. Dejando por fuera cualquier posibilidad de contar con buses eléctricos, condenó a Bogotá, y a sus habitantes, a seguir soportando el hediondo y tóxico combustible, mientras que los motores de combustión dejarán de existir en Europa antes de que los flamantes buses de Bogotá completen su vida útil. Le sugiero a la señora Araújo ir a Shenzehn, una ciudad china de 12 millones de habitantes, que se transporta en 16.000 buses eléctricos, que operan bajo un contrato de leasing y cuyas baterías tienen garantía de por vida.