Cuando escuché en los noticieros el anuncio de que el colombiano Robert Farah había ganado la medalla de oro en tenis individual en los Juegos Panamericanos de Guadalajara, noté que no se hacía mención a su origen árabe y se le denominaba simplemente con el gentilicio ‘colombiano’. Ello contrasta nítidamente con las expresiones ofensivas que se usaron en los medios de comunicación para bloquear la aspiración de Gabriel Turbay a la presidencia de la República y que lo llevaron, tras la derrota, a exiliarse en París, donde murió.
En países tan dinámicos como Estados Unidos, la inmigración ha sido un canal de adquisición de nuevas tecnologías, de renovación demográfica y de construcción de relaciones pluralistas; pero Colombia no ha tenido una política de apertura a la inmigración. Al inicio de la república, Bolívar y Santander defendieron la inmigración, pero prontamente se impusieron criterios discriminatorios y hoy sorprende leer esas posiciones xenófobas contra los inmigrantes que no provienen de países ricos.
En Colombia vive un millón y medio de ciudadanos de origen árabe, pero no existe una medición precisa, pues el censo de población del Dane no lo consulta, mientras identifica a otros grupos de menor tamaño como raizales, roms y palenqueros. Esa ausencia de medición estadística expresa el desconocimiento hacia una comunidad que tiene gran presencia en la vida cultural, política, social y deportiva. No hay enseñanza de la lengua árabe - excepto en el colegio colombo-árabe de Maicao- de modo que la muerte de los inmigrantes más antiguos significa la pérdida de la memoria de su aporte.
Como Farah hay personajes colombo-árabes, como Yamid Amat, Juan Gossaín y Julio Sánchez en el periodismo; las familias Char, Yidi y Neme en el comercio y la industria; Hakim y Younes en la medicina, y Shakira, Manzur y Fayad.en las artes. Todos ellos descendientes de sirios, libaneses y palestinos que migraron hacia Colombia desde finales del siglo XIX , huyendo de la dominación otomana y del dominio francés y británico, y así como de problemas religiosos, económicos y sociales. Los mal llamaron turcos, porque el Imperio les expedía sus documentos de viaje, sin saber que así les recordaban que sus países estaban bajo el dominio de Turquía y les sería difícil volver.
Muchos de ellos se asentaron en la costa Caribe y en las riberas del Magdalena, Sinú y Atrato; y hoy hay descendientes árabes a lo largo y ancho del país, y la comida árabe ha llegado a ser conocida y apreciada en restaurantes especializados.
Los árabes llegaron, como casi todos los inmigrantes de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, por Puerto Colombia, sin conocer el idioma, las costumbres y, en muchos casos, con muy pocas pertenencias, pero con el deseo de demostrar su capacidad para superar las adversidades, en especial el rechazo y la nostalgia.
Ellos trajeron nuevas formas de vender: No se sentaron frente al mostrador a esperar que llegaran los clientes, sino que fueron a buscarlos, vendían barato y dieron crédito, y ello los convirtió en comerciantes prósperos. A Antioquia no lograron ingresar, pues no les arrendaban inmuebles para establecer sus negocios, e hicieron frente a comentarios despectivos, a la acusación de ser portadores de enfermedades como la lepra o el tracoma y, por muchos años, casarse con un árabe fue también sinónimo de descenso en la escala social. Con tenacidad y decisión fueron superando los obstáculos y pasando, como afirman Pilar Vargas y Luz Marina Suaza, “del rechazo a la integración”. Muchas fueron las estrategias para lograrlo: la educación e inserción profesional de los descendientes, los matrimonios y las donaciones.
Si la Constitución de 1991 declara a Colombia como un país pluriétnico y multicultural, deben crearse espacios de intercambio cultural que permitan a la comunidad colombo árabe, manifestar su agradecimiento al país que los acogió. Ya hay mezquita en Maicao y en breve se inaugurará la de Bogotá.
Beethoven Herrera / Especial para Portafolio