Las manifestaciones del 21 de noviembre significaron un punto de inflexión en la historia reciente de Colombia. No solo por las protestas multitudinarias sino por varios hechos que marcaron la jornada y que parecían poco probables. Lo primero y tal vez más significativo consistió en desmontar la idea de que la mayoría de marchantes está dispuesto a radicalizar la protesta hasta la violencia, pues los mismos exigieron la salida de encapuchados y vándalos de los recorridos.
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La convicción de quienes decidieron salir a la calle fue clara: se trataba de no dejar empañar sus reivindicaciones por el vandalismo, el pillaje y los excesos. Aquella violencia que tuvo lugar, no solo sobrepasó las capacidades de los convocantes y de los cientos de miles que salieron, sino incluso de la propia Fuerza Pública. El repudio de la ciudadanía en su conjunto a los actos vandálicos, con la excepción de los que todavía esgrimen el absurdo e irresponsable argumento de que la sola presencia de la policía constituye una provocación, demuestra hasta qué punto el país avanza hacia una cultura del disenso necesaria para el pluralismo.
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Lo segundo que dejó la jornada es la necesidad de revisar de una vez por todas de qué forma se pueden evitar los desmanes. El argumento de que “son solo unos pocos y que no representan a nadie” aunque pueda ser cierto, no es suficiente para explicarle a la ciudadanía que un puñado de personas en frente de cámaras, periodistas, marchantes y policías pueda dedicarse durante horas a dañar bienes colectivos. Esas acciones significan probablemente el retraso de proyectos sociales o de infraestructura urgentes como los que requieren varias de las ciudades seriamente afectadas. Las imágenes de los medios de comunicación mostraban la impudicia con las que los vándalos dispusieron de un tiempo amplio para una destrucción, que en nada tenía que ver con las legitimas demandas de quienes protestaban.
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En tercer lugar, se desmitificó la idea de que quienes protestan son simplemente borregos que siguen ciegamente a un líder, pues sin duda alguna, ningún político por influyente que sea, puede reclamar paternidad sobre esta protesta y adjudicarse como suyo el reconocimiento de los millones de colombianos que marcharon en las calles. Las declaraciones de líderes como Gustavo Petro que llamaron a extender el paro y el posterior rechazo que las mismas despertaron, demuestran que el sentido de la marcha no es arrebatarle y su carácter diverso constituye un reto tanto para el gobierno como para la oposición.
Aunque se trató de reivindicaciones amplias y muy distintas sobre el medio ambiente, el sistema de pensiones y de salud, la reforma tributaria o la defensa del proceso de paz, entre otros, se ve claramente a una ciudadanía que se apropia de lo público y que poco a poco va dejando de creer en los mesianismos tan nocivos para la representación y la participación. El cacerolazo, tal vez el episodio más romántico de intensa jornada, evidenció la independencia de los manifestantes respecto de partidos y líderes políticos.
Por último, se debe recalcar que hasta el momento el gobierno parece haber desperdiciado una oportunidad histórica no solo para llamar a la calma, sino para entablar un proceso de diálogo con amplios sectores que hubiese relanzado su gobernabilidad. La actual administración cometió dos errores crasos. En primer lugar, esperó demasiado para hacer un anuncio público en televisión (hasta entradas las 10 pm) y mientras en las horas de la noche, existía un temor fundado por la forma como los desmanes parecían exceder a la Fuerza Pública, el presidente brillaba por su ausencia y parecían las autoridades locales las encargadas de la gestión.
Y, en segundo lugar, en la retrasada alocución, Duque no hizo mención alguna a la mesa de diálogo que propusieron los convocantes del paro, un deber indeclinable hacia los millones que salieron a manifestar en paz. Iván Duque comenzó su mandato con la ambición legitima de no gobernar para las encuestas, pero aquello no debe confundirse con eludir su papel como jefe de Estado y no solamente de gobierno. Con esto parece ignorar que a diferencia de otros contextos como Chile, Ecuador y Haití donde los manifestantes pedían la salida inmediata del presidente, en Colombia la protesta se centró en un llamado para conciliar el diseño de ciertas políticas públicas muy sensibles para la ciudadanía. Más allá del balance necesario sobre el paro, el gobierno debe reflexionar sobre la inminente necesidad de poner en marcha una plataforma de diálogo social que haga inviable cualquier manifestación de violencia. No habrá en este sentido ganadores y perdedores, pues no se trata de una contienda, sino de la necesaria interacción que le da sentido al pluralismo democrático.
Por: Mauricio Jaramillo Jassir. Profesor de la Facultad de Ciencia Política y Gobierno de la Universidad del Rosario.